Nuevo, difícil, infrecuente
Orquesta Sinfónica Nacional. Director: Pablo Boggiano. Programa: Claudio Alsuyet: Buenos Aires y la mariposa azul. Alban Berg: Concierto para violín y orquesta. Solista: Nicolás Favero, violín. Alberto Williams: Tercera Sinfonía en Fa Mayor, Op. 58 “La Selva sagrada”. Centro Cultural Kirchner. Función del 4/11/2022.
Un
curioso programa, y por eso mismo atrayente, presentó la Orquesta Sinfónica Nacional
en su tradicional ciclo de los días viernes en la sala sinfónica del Centro
Cultural Kirchner. Curioso, en primer lugar, porque la música argentina –o al
menos de autores argentinos- tuvo en él preponderancia. Y también porque la obra
solista -una de las mayores expresiones de la vanguardia musical-, resultó la
más apegada a una tradición: la centro-europea, cuya supremacía por los
próximos cien años (ya transcurridos) intentaron en vano asegurar Arnold
Schönberg y sus aventajados alumnos, entre ellos Alban Berg.
El
director Pablo Boggiano, de interesante carrera internacional, presentó el
concierto de manera pomposa, pero indispensable ante la ausencia de programa de
mano, una carencia grave, tanto en lo que hace al seguimiento del concierto por
parte del público como a la adecuada documentación que merece un hecho cultural
relevante.
Claudio
Alsuyet (1957) es un activo compositor argentino, con una abundante producción
tanto sinfónica como camarística, en cuya obra la capital argentina cobra una especial
relevancia, a tal punto de ser parte de una serie. Buenos Aires y la mariposa
azul gira en torno de la ciudad (con algún perfume imperceptible de tango), el haiku
(perfume oriental) y el vacío (la ausencia de todo perfume). Se trata de una
pieza en un solo segmento, con una muy rica instrumentación (en particular la
percusión, con placas diversas y tocadas con técnicas extendidas) y cambios
permanentes de carácter que sorprenden al oyente. La utilización de la orquesta
está bien dosificada, alternando momentos intimistas y amables con otros de
gran impacto sonoro, en particular los golpes del gran cassa (series de seis,
con gong al final, o seguidos de campanadas y redobles) que van jalonando el
silencio, con una sugestión que remite a los golpes en la puerta de Macbeth. El
final, con dos toques de campanas que descienden en volumen, contrasta con el
recuerdo de los golpes y parece encontrar una salida a los angustiosos cambios
permanentes que propone el mundo.
El
concierto para violín que Alban Berg dedicó a la memoria de Manon, la hija de
Alma Schindler y Walter Gropius, es una de las obras más difíciles en su género,
a la par de una de las más expresivas de la música dodecafónica. Nicolás
Favero, concertino de la orquesta del Teatro Argentino de La Plata, es un
excelente instrumentista, de certera afinación y bello sonido. Sin embargo, si bien
su ejecución se fue templando hacia la segunda y última sección de la obra, no logró
redondear un sonido distintivo, ante un volumen orquestal que a menudo competía
en entidad con la línea solista (pese a la despejada escritura de Berg y al
balance mantenido desde el podio), ni tampoco una actitud que le permitiera extraer
de esta partitura su enorme potencial expresivo.
La
segunda parte del concierto, siguiendo una sana política de programación de la
Sinfónica Nacional, estuvo dedicada a la Tercera sinfonía en Fa mayor de
Alberto Williams, escrita en 1911, pero estrenada en el Colón por José Gil en
1934.
Titulada
“La selva sagrada”, y siguiendo el tema de una poesía que el mismo Williams
escribió, alude a la historia de un pueblo que hoy llamaríamos “originario” y
que, para defenderse del enemigo, debe talar un bosque para fabricar armas. Si
bien triunfa, se trata de una victoria pírrica, porque la naturaleza profanada
se venga desatando sus fuerzas y arrasando la población.
Al
margen de que la sinfonía bien puede escucharse sin esas referencias, lo notable
es que hace honor a ellas. Se trata de una obra que se escuchó dividida en tres
partes (aunque se consignen cuatro movimientos) y que podría considerarse de un
estilo ecléctico, una suerte de muestrario de las diversas técnicas y estéticas
que Williams conoció en Francia. Esto resulta evidente en la introducción
lenta, que sin mucho esfuerzo remite al comienzo de El mar de Debussy y al
impresionismo musical (aquí no sería el amanecer sobre las olas sino la luz
jugando con las hojas de las encinas). Terminado el introito, el movimiento
adquiere luego un ritmo puntillado de carácter dionisiaco y una desmesura que
recuerda a la de Villa-Lobos en sus obras sinfónicas de gusto más dudoso. El
mejor momento de esta “Selva sagrada” es su segundo movimiento (que funciona
como una suerte de Scherzo con Trío), con sus trombones y tuba asordinados que
semejan una banda tropical, seguidos de un tema nostálgico y refinado, todo muy
cantabile. De nuevo la desmesura con seis cornos y maderas a cuatro aparece en
la sección media y en el movimiento final, que comienza con un torbellino, para
abrir paso a un nuevo material para las cuerdas, de tono marcial y bandístico,
que remata la obra.
En
cuanto a su faceta interpretativa, lo más logrado del programa fue la obra de
Claudio Alsuyet, asumida con compromiso y solidez. A partir de allí el
concierto fue perdiendo vigor y precisión, hasta que en la sinfonía de Williams
el director debió recomenzar dos veces da capo. En síntesis: es valioso el
esfuerzo de apostar tanto a lo nuevo como a lo difícil y a lo poco conocido y aun
carente de tradición, pero, como no dejaba de señalar Pierre Boulez, los
niveles interpretativos deben estar a la altura de esos desafíos.
Daniel
Varacalli Costas
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