Sobre todo, Puccini

Madama Butterfly. Ópera en tres actos de Giacomo Puccini. Libreto de Luigi Illica y Giuseppe Giacosa. Director musical: Jan Latham-Koenig. Directora de escena: Livia Sabag. Escenografía. Nicolás Boni. Vestuario: Sofía Di Nunzio. Iluminación: José Luis Fiorruccio. Video: Matías Otálora. Reparto: Anna Sohn, Riccardo Massi. Nozomi Kato, Alfonso Mujica, Sergio Spina, Sebastián Sorarrain., Christian Peregrino, Sergio Wamba, Mariana Carnovali, Augusto NUreña, Carlso Esquivel, Carmen Nieddu, Marta Del Giorgio, Carina Hoxter, Alina Geldymuradov Rutkauskas. Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Teatro Colón. Función del 7/11/2023.

Cio-Cio San (Anna Sohn) y Suzuki (Nozomi Kato), junto al niño Dolore (Alina Geldymuradov Rutkauskas) esparciendo pétalos en la ilusoria espera. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

Casi 120 años pasaron desde el estreno de la versión original de Madama Butterfly en la Scala de Milán (y de su primera representación fuera de Italia, aquí en Buenos Aires, en el viejo Teatro de la Ópera). Poco parece haber cambiado desde entonces, porque a pesar del fiasco inicial y las sucesivas versiones que Puccini hizo de la partitura, hay en esta historia y su música un corazón de dolor que sigue conmoviendo profundamente en el siglo XXI. Las nueve funciones que programó el Teatro Colón, con tres elencos alternativos, todas ellas muy convocantes, prueban esa vigencia.

El día del estreno, que aquí se reseña, los papeles principales fueron confiados a cantantes extranjeros, criterio habitual para las funciones de abono. La dirección musical estuvo a cargo de Jan Latham-Koenig, aunque en cinco fechas estará a cargo del maestro Carlos Vieu (una alternancia que también el Colón ha utilizado históricamente). Ambos criterios son relativos y quizá merezcan ser repensados. Por de pronto, la Orquesta Estable sonó con un buen trabajo de detalle, con especial destaque de la percusión (y por lo tanto del color orquestal), bien ensamblada y consistente en cuanto a su discurso. La puesta en escena fue confiada a la directora brasileña Livia Sabag, de interesante trayectoria en su país. Su planteo es, si se quiere, historicista, apoyado en una escenografía a cargo de Nicolás Boni de carácter fijo (la típica casa japonesa en la colina) y cuyo cambio a lo largo de los actos (en particular del primero al segundo) supone la degradación creciente de ese hábitat que refleja la angustia de la espera y las precarias condiciones de una madre, un hijo y una criada sumidas en el abandono. El efecto queda realzado a través de la lograda iluminación de José Luis Fiorruccio y los no menos logrados videos de Matías Otálora, que se proyectan sobre un tul al comienzo de cada acto. Sin embargo, hay escenas donde se extraña un mayor contraste entre el paisaje exterior, omnipresente y un espacio interior que a veces pide el mismo libreto (por ejemplo, en el dúo que precede a la noche de bodas y en la escena del martirio de Cio-Cio San). Muy buen punto el vestuario de Sofía Di Nunzio, que aporta durante la boda del primer acto la variedad y el contraste que el marco visual escatima. El concepto general de la puesta no deja de ser tradicional: las notas de la régisseuse en el programa, como suele suceder, aportan poco y nada y sólo pretenden actualizar aquello que en realidad ha sido desde siempre el núcleo de esta ópera: una historia de discriminación, abuso, espera, dolor, dignidad y sacrificio que Puccini pone en música de manera magistral y que conmueve, tanto ayer como hoy, al margen de cualquier subrayado que pretenda hacérsele. Ya en el plano particular, hubo escenas bien construidas (por ejemplo, la aparición del tío Bonzo y su apóstrofe) y otras poco elocuentes (el dúo de amor) o no bien resueltas (el final con la extensa coda orquestal). Acaso el momento más creativo e interesante desde la concepción visual sea la proyección sobre el comienzo instrumental del tercer acto, que abre el plano onírico de esa noche desvelada en que Cio-Cio San se debate entre la pesadilla de la verdad y la ilusión del reencuentro.

Una puesta naturalista mantuvo todos los símbolos de la cultura japonesa, conforme a la visión de Livia Sabag. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

En el plano vocal, el título discurrió en un andarivel discreto en cuanto a los papeles principales, con mejor desempeño de los comprimarios, desbalance que seguramente se compensará en los elencos íntegramente nacionales, capaces en general de poner la devoción que la sexta ópera de Puccini merece.

La coreana Anna Sohn compuso una Butterfly a través de una voz predominantemente lírica, no siempre uniforme, acotada en volumen y con una dicción italiana poco clara. Su partenaire, el tenor Riccardo Massi como Pinkerton fue muy poco audible al comienzo del primer acto; si bien después este aspecto mejoró, la sensación que dejó fue la de un cantante retraído, muy lejos del compromiso que exige su rol, frío en el arrobador dúo y deficiente como actor (la desconcertante marcación en la escena del bonzo fue notoria). Acaso esta retracción, la de cantantes que podrían dar más pero están dosificando todo el tiempo sus fuerzas (algo imperdonable en un teatro enorme como el Colón) arrastró también a la Suzuki de Nozomi Kato, una voz sin mayor relieve frente a la buena cantidad de extraordinarias mezzosopranos con que cuenta nuestro medio.

Otro volumen y otro compromiso, pese a cierta irregularidad de la emisión en el primer acto (no así en los siguientes) exhibió Alfonso Mujica como Sharpless, de voz potente y disfrutable, sólo disputada en este aspecto por el excelente tío Bonzo de Christian Peregrino. Notables los desempeños de Sergio Spina como el Goro (como siempre, excelente característico) y Sebastián Sorarrain como Yamadori, así como todos los demás personajes menores del reparto. Correcto el coro (sin mayor magia en el bocca chiusa, las voces internas fueron débiles en general), pero muy eficiente en el primer acto, siempre bajo la guía del maestro Miguel Martínez.

En el balance, fue una Butterfly en la que, inevitablemente, ganó Puccini. Su partitura, cuyo mérito no se reduce al melodismo, sino que se asienta en un extraordinario trabajo motívico, sus tensiones armónicas y una brillante orquestación, es tan precisa y comunicativa que no pierde demasiado si se la sirve con corrección, como fue el caso. El maestro de Lucca hizo las cosas tan bien que la emoción está garantizada. Mientras los intérpretes sean profesionales y dóciles a sus designios, el barco termina llegando a buen puerto.

Daniel Varacalli Costas

 

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