Logrado homenaje a Puccini
Turandot. Drama lírico en tres actos de Giacomo Puccini (final completado por Franco Alfano). Libreto de Giuseppe Adami y Renato Simoni basado en la pieza homónima de Carlo Gozzi. Dirección musical: Carlos Vieu. Concepción escénica original y escenografía: Roberto Oswald. Reposición y vestuario: Aníbal Lapiz. Iluminación: Ariel Conde. Reparto: Veronika Dzhioeva, Marcelo Puente, Jaquelina Livieri, Lucas Debevec Mayer, Omar Carrión, Darío Schmunck, Carlos Ullán, Gabriel Renaud, Luciano Garay, Duilio Smiriglia. Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Coro de Niños del Teatro Colón. Directora asistente: Helena Cánepa. Función del 17/5/2024.
A lo largo de su carrera, Giacomo Puccini demostró ser el único compositor de la Nuova Scuola que, sin hacer un corte radical con la tradición, fue capaz de colocar a la música de su país en el campo de la modernidad aparejada por el arribo del siglo XX (de no haber muerto prematuramente Alfredo Catalani, es muy posible que hubieran sido dos). En su juventud, el conocimiento de la ópera lo apartó de la tradición familiar, que desde el siglo XVIII daba a la ciudad de Lucca músicos de iglesia, para convertirlo en uno de los compositores del género más prodigiosos de la historia. En su estilo convergen la escuela italiana representada por lo que se denomina el Verdi maduro, con el permanente impacto producido por la música de Wagner. En pleno proceso de composición de Turandot acudió al estreno italiano de Pierrot Lunaire de Schönberg, quien a su vez le guardaba mucho respeto y le hizo entrega de la partitura para que siguiese la ejecución. El atonalismo le produjo una fuerte impresión, lo que lleva a suponer que se planteó incorporar este procedimiento a su última criatura, aquella con la cual, según sus palabras, “recién aprendía a componer”. Lo formulado no se trata de una hipótesis caprichosa, sino que se basa en la manera en la cual Puccini trabajó a lo largo de toda su carrera, en la que nunca dejó de aggiornar su lenguaje. El tan mentado final de Turandot le significó encarar una honda reformulación de su técnica compositiva, cuya búsqueda de una resolución le demandó muchísimo tiempo, tanto que no pudo llegar por haberlo llevado la muerte. El dúo final, con eso que se suele llamar la “humanización” de la princesa ¿hubiese sido compuesto según los procedimientos del atonalismo? Es muy posible que sí, aunque Puccini se llevó consigo la resolución del enigma -el “cuarto enigma”- a la tumba; también es válido pensar que murió sin haber hallado la clave. La obra fue completada por Franco Alfano en base a difíciles apuntes dejados por el compositor, porque así lo decidió Casa Ricordi (al respecto recomiendo el artículo de Paolo Isotta Los enemigos secretos de Puccini, disponible en internet). Es conocida la anécdota de que la noche de la primera representación en la Scala, en 1926, Toscanini bajó la batuta y cerró el libro luego de la última nota escrita por Puccini. Dar por concluida la representación de Turandot allí donde llegó su creador, es una idea que merece ser tenida en cuenta. Y con este título, el más extraordinario avance en el campo musical debido al genio pucciniano, del cual a decir de Michele Girardi nos ha quedado un “gran fragmento”, el Teatro Colón le rinde homenaje en el centenario de su muerte.
Una
vez más se tuvo la oportunidad de ver sobre el escenario uno de los más
recordados trabajos de Roberto Oswald, ofrecido por primera vez en la temporada
1993. El impacto visual que produce en el espectador, con la admirable calidad
en la factura de cada detalle y la acertada evocación de la China de las
leyendas, es algo que justifica su reposición, que, como sucede en los últimos
años cada vez que sus trabajos regresan al escenario del Colón, estuvo a cargo
de su co-equiper Aníbal Lapiz, con
las colaboraciones de Christian Prego (repositor de escenografía) y Concepción
Perré (asistente de régie). Se echó algo de menos la dinámica en el
movimiento de las masas, una de las marcas del estilo de Oswald, que aquí
resultaron algo proclives al estatismo, aunque en el balance la tarea haya
arrojado un resultado positivo.
Carlos
Vieu es un maestro profundamente identificado con la música de Giacomo Puccini.
Es un calificado conocedor de su obra y su presencia es una garantía de buen
funcionamiento en el plano musical. Ese sentimiento de identificación unido a
una larga experiencia desde el podio, con el concurso de una orquesta que supo
estar a la altura de lo exigido, determinó una labor en la cual la vitalidad y
la precisión, con la clara traducción de la riqueza tímbrica propuesta por la
partitura, corrieron por partes iguales.
El
papel que da nombre a la ópera estuvo a cargo de Veronika Dzhioeva. Es dueña de
un centro generoso de bello color, pero no puede decirse lo mismo acerca de la
tesitura aguda de su voz, en la que demostró poca solvencia. Sin llegar a
quebrarse, la emisión de las notas sobreagudas le resultó notablemente incómoda,
siendo insuficiente en esa zona del registro. Solo se puede agregar que la
escena de los enigmas fue el momento en el que la balanza se inclinó en su
favor.
Marcelo
Puente es un tenor que evolucionó con los años, lo cual no es otra cosa que
resultado de un trabajo serio. Su voz es atractiva y se mostró apta para afrontar
la difícil parte de Calaf. Pero no pasemos por alto que su emisión, de
naturaleza franca, en varias oportunidades perdió timbre, desventaja que
posiblemente se deba a una razón pasajera. Subrayemos que se trata de un
elemento valioso, con la suficiente aptitud para afrontar esta clase de
repertorio.
La
mejor entre los tres papeles principales fue de lejos Jaquelina Livieri. Su voz
-que se vislumbraba años atrás, cuando asumía repertorio ligero-, hoy está en
plenitud, al igual que sus más que admirables facultades musicales y dramáticas.
Su construcción del personaje, tanto en lo técnico como en lo artístico, es
sencillamente extraordinaria. En cada una de sus intervenciones demostró un
dominio absoluto en cada aspecto y la ovación durante los saludos finales fue
más que merecida. En ella el Teatro Colón tiene una artista en condiciones de encarar
diversos repertorios, que debería aprovechar al máximo ya que atraviesa su
mejor momento.
Excelente
la labor de Omar Carrión (Ping), Darío Schmunck (Pang) y Carlos Ullán (Pong),
con sus partes extensas que requieren a su vez una gran precisión rítmica, y
muy eficaz el desempeño Lucas Debevec Mayer (Timur).
Por
último, destaquemos el excelente desempeño el de los cuerpos estables, tanto
del coro, presente en todo momento y preparado por Miguel Martínez, sumado el
Coro de Niños a cargo de Helena Cánepa, como de una orquesta opulenta, colorida
y virtuosa que una vez más afirmó su calidad. En síntesis, batuta, cuerpos
estables, Liù y la reposición de una producción de alto impacto visual, se han
mostrado como los factores capaces de hacer de esta Turandot un
espectáculo que merece ser visto. Hay dos elencos más y la recomendación de
quien escribe, es que no dejen de ver y escuchar a Mónica Ferracani, que sin
dudas será una protagonista extraordinaria.
Claudio Ratier
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