Cuando la música es todo

Carmen. Ópera en cuatro actos de Georges Bizet. Libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac. Director musical: Kakhi Solomnishvili. Director de escena: Calixto Bieito. Reposición: Yves Lenoir. Escenografía: Alfons Flores. Vestuario: Mercè Paloma. Iluminación: Alberto Rodríguez Vega. Reparto: Francesca Di Sauro, Leonardo Caimi, Jaquelina Livieri, Simón Orfila, Cristian  De Marco, Sebastián Klastornick, Pablo Truchjak, Felipe Carelli, Laura Polverini, Daniela Prado, Iván García. Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Coro de Niños del Teatro Colón. Directora: Helena Cánepa. Teatro Colón. Función del 12/7/2024.

 

Carmen (Francesca Di Sauro) y Don José (Leonardo Caimi), dos italianos para la pareja protagónica de un título francés ambientado en España. Foto: Lucía Rivero / Gentileza Prensa TC

Mucho se ha venido criticando en las últimas décadas que los directores de escena se hayan convertido en los amos del espectáculo operístico. Si antes de hablaba de la Tosca de María Callas o el Wagner de Knappertbusch, ahora se hablaría, por ejemplo, de la Carmen de Bieito. Nada de esto es nuevo: nombres como Zeffireli o Wieland Wagner quedaron por siempre asociados a determinados títulos sin mayor discusión. Que el Teatro Colón ofrezca esta producción firmada por Calixto Bieto a 25 años de su estreno es un indicador interesante de varias cuestiones. Primero, que lo provocador dura poco, quizás tan poco como una primera vez, y que el tiempo vuelve antiguallas lo que en un principio molestaba (la cabina de teléfono público en escena es un buen ejemplo). Pero lo central del asunto no es la obsolescencia -ya no programada, sino inevitable- de toda provocación, sino su carácter secundario frente a un género como la ópera que tiene su esencia en otros parámetros: la música, y dentro de ella, el canto. Sin ánimo de teorizar, conviene recordar que si bien la ópera es teatro musical, se distingue del teatro de prosa por cuanto los personajes son construidos dramáticamente en primer lugar desde el canto y sobre la base del discurso musical que los sostiene. Esto es lo propio del lenguaje operístico, todo lo demás, incluidos los aspectos visuales, puede sin duda subrayar o mitigar su eficacia, pero nunca sustituirla. De lo que se infiere fácilmente que una puesta envejecida a lo sumo será intrascendente, si hay cantantes y músicos que hacen su parte con profesionalismo y talento. Este es, precisamente, el caso de la Carmen que a continuación se comenta.

Como director musical, el georgiano Kakhi Solomnishvili llevó a la Orquesta Estable a través de una interpretación de tempi en general veloces, buen pulso -al estilo de la tradición de la extinta orquesta de la Opéra-Comique- y un sensible destaque de los vientos que aportaron color a la lectura. El Coro Estable, dirigido por Miguel Martínez, y el Coro de Niños a cargo de Helena Cánepa, fueron puntales de la presentación, aportando consistencia y brillo a las escenas de conjunto.

Los cuatro personajes principales, con sus matices, estuvieron encarnados por cantantes de excelente nivel, lo cual selló el buen destino del espectáculo. En primer lugar, la Micaela de Jaquelina Livieri fue sencillamente extraordinaria, refirmando sus dotes de cantante de nivel internacional; el público le prodigó el aplauso más entusiasta de toda la noche, y con sobrada razón. El Escamillo del español Simón Orfila también fue inobjetable: una emisión homogénea, de buen color y con el necesario brillo y volumen para una sala como el Colón. La pareja central, italianos ambos, rindió de manera equivalente, aunque con algunos matices: Leonardo Caimi es un tenor de buen volumen y emisión clara, que compuso un Don José algo estático en lo actoral pero eficaz en lo puramente vocal; en la famosa aria de la flor logró matices interesantes que hasta ese momento de la ópera no se le habían escuchado. Francesca Di Sauro exhibió una voz con un centro y bajos interesantes, fiel a la tradición de las mezzos en Carmen; aun así durante el primer acto se extrañó mayor seducción en la Habanera y en la Seguidilla, y una necesaria fluidez en un marco musical que tendía a lo ágil y brillante. Los comprimarios, en líneas generales, y pese a algunas dificultades de dicción, cumplieron un papel correcto, destacándose Laura Polverini y Daniela Prado como Frasquita y Mercedes, respectivamente.

El primer acto de Carmen, con las gitanas sentadas sobre la boca del escenario. Detrás, impera la bandera española sin escudo. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

En este contexto, la Carmen de esta temporada 2024 del Colón resultó un muy buen espectáculo, sostenido por músicos, cantantes solistas y coreutas de manera uniforme. La producción, al margen de la intención originaria de su autor, sirvió, según los momentos, para reforzar o debilitar ese balance. Aun con el agregado de varias discutibles griterías, las escenas de conjunto fueron las más logradas: por caso, el comienzo del cuarto acto, luego de la efectista caída de un toro gigante, con el pueblo y luego el público de la corrida saludando hacia la platea, o en el primer acto, las gitanas sentadas sobre la boca del escenario, con sus piernas balanceándose sobre el foso, rompiendo en ambos casos la cuarta pared, resultaron un hallazgo. Por el contrario, varias escenas centrales para la trama se revelaron fallidas: el precario escape de Carmen al final del primer acto, y muy claramente el dúo final, en el que se desaprovechó el contrapunto dramático que ofrece Bizet entre la tauromaquia y el duelo amoroso-tanático de los protagonistas, sin que esa alternancia tuviera relevancia alguna en lo escénico, y más que nada el final, con un Don José que confiesa su crimen y pide que lo arresten a nadie (!) antes de jalar de un brazo el cadáver de la gitana. Pero es justo señalar que esos momentos fueron aun menos eficaces porque el trabajo vocal de los personajes (caso Seguidilla) o el de la propia orquesta (caso de la coda final) fueron también endebles. Los demás aspectos de la producción no llegaron ni a seducir ni a molestar; ni los autos en escena (siete en el caso del tercer acto), ni algunos coqueteos con el nudismo parecieron tener mayor incidencia; por otro lado, el fondo en general oscuro aportó una cierta abstracción que ayudó a una mirada más despojada y no distractiva de la música. Finalmente, dos rasgos de sociología del espectáculo: el primero, la divertida sorna, manifestada en irónicos murmullos y sordos silbidos con que el público recibió el mensaje que advertía (tardíamente por cierto) de las escenas de violencia física y desnudez con que el espectador podía toparse a lo largo de la función a punto de comenzar; el segundo, el abucheo final a los responsables de la puesta en escena, reacción tan guionada y previsible que sólo confirmó la inocuidad de la propuesta.

Daniel Varacalli Costas

 

 

 

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