La paradoja de la perfección

Orquesta de Cámara del Concertgebouw. Suite “De los tiempos de Holberg”, Op. 40, de Edvard Grieg. Concierto para violín y orquesta de cuerdas en Re menor, de Felix Mendelssohn Bartholdy. Tzigane. Rapsodia para violín y cuerdas (Arr. Michael Waterman). Solista: Antje Waithaas, violín. Sinfonía de cámara en Do menor, Op. 110 a, de Dmitri Shostakovich. Mozarteum Argentino. Teatro Colón. Función del 28/7/2024.

Antje Weithaas como solista y la Orquesta de Cámara del Concertgebouw, para el ciclo del Mozarteum Argentino en el Teatro Colón. Foto: Liliana Morsia / Gentileza Prensa Mozarteum Argentino

Para la cuarta función de su temporada en el Teatro Colón, el Mozarteum Argentino convocó a la Orquesta de Cámara del Concertgebouw. Así bautizada en 1987, la agrupación es continuadora de la Orquesta de Cámara de Amsterdam, fundada en 1957. Acaso la opción por el nombre del “Concertgebouw” obedezca al prestigio de la marca, así como a que sus músicos provienen de las filas de la afamada orquesta real holandesa, según indica su reseña oficial. En nuestro país se presentó con 19 miembros (puede alcanzar un máximo de 25), cuyas cuerdas agudas tocan de pie –a la manera de nuestra Camerata Bariloche- con una plantilla numéricamente decreciente: seis primeros violines (uno de ellos el concertino), cinco segundos, cuatro violas, tres violonchelos y un contrabajo.

El programa ofrecido puso a prueba la versatilidad de la agrupación para estilos muy diversos, desde el clásico en Mendelssohn hasta el ecléctico lenguaje del siglo XX representado por Shostakovich, de quien este año se conmemora el medio siglo de su partida. Con todo, la obra elegida para abrir el concierto fue la Suite “De los tiempos de Holberg” de Grieg, cuyo neoclasicismo es más bien un “neobarroco” pasado por el filtro de un impenitente romántico. Sus cinco movimientos sirvieron para apreciar las características del conjunto: un notable refinamiento, con un balance sonoro sin ripios, aristas muy pulidas -más allá de poner de relieve los efectos “estereofónicos” de la partitura en el Preludio y el Rigodón final-, una afinación y un ensamble totalmente controlados, en suma, una ejecución con pocos conflictos y tal vez por eso –inevitable paradoja- escasamente inspiradora.

La violinista Antje Weithaas, célebre como intérprete tanto como docente de su instrumento, fue la solista antes y después del intervalo. Para presentarse eligió el Concierto en Re menor de Mendelssohn, que fuera dado a conocer por Yehudi Menuhin en la década de 1950, grabado por Alberto Lysy y la Camerata Bariloche en 1970 en Japón y cuya frecuentación ha ido creciendo en los últimos años (de hecho, lo hará Pilar Policano la semana próxima en el Festival Konex y lo interpretó en 2022 Freddy Varela Montero con nuestra Orquesta del Congreso, dirigida por el maestro De Filippi). Se trata de una obra escrita por un Mendelssohn adolescente, prodigio que explica las fórmulas a las que apela y que lo colocan muy lejos de las honduras del célebre Concierto en Mi menor. Weithaas es una virtuosa indudable del instrumento y muy afín a la agrupación que en esta ocasión le dio marco. Su abordaje pareció, sin embargo, alejarse del estilo clásico que en última instancia justifica la partitura elegida, más que nada por una articulación poco distintiva de cada nota, en particular en las omnipresentes escalas vertidas por momentos a escasos puntos del glissando. Mención aparte merece su gestualidad que, ya en el campo del gusto, me recordó, mutatis mutandisa lo que Roland Barthes escribió en Mitologías respecto de Gérard Souzay y el arte vocal burgués, al que calificó de  “un arte esencialmente señalístico que no da tregua hasta imponer, no la emoción, sino los signos de la emoción.” La precisión de este concepto me releva de todo comentario.

En la segunda parte, el concierto creció de manera significativa. La rapsodia Tzigane fue expuesta por Weithaas con un virtuosismo apabullante y con la suficiente dosis idiomática; su bis con el cuarto movimiento de la segunda Sonata de Ysaÿe refrendó esta otra tendencia: que este corpus del gran violinista belga cada vez más ocupa el lugar de las Sonatas y Partitas de Bach, que en algún punto emula.

Si hasta ahora la Orquesta de Cámara del Concertgebouw había pagado, por así decir, el alto precio de la perfección, con el ya legendario arreglo que Rudolf Barshai infirió al octavo Cuarteto de Dmitri Shostakovich, el concierto pareció cobrar nueva vida. Acaso porque aquí el refinamiento no hizo mella en las angustiantes honduras entrevistas por el compositor soviético, con sus notas tenidas –que semejan el timbre de un aerófono-, sus pasajes para violonchelo en el penúltimo Largo y los incisivos ataques de los violines que desfiguran los intentos de una melodía continua. Fue un momento brillante de la noche, que prosiguió con dos piezas fuera de programa, fuertemente contrastantes: el Presto final del Divertimento en Re mayor, K. 136 de Mozart, vertido con chispeante gracia, y el Locus iste en Do mayor, motete para coro de Anton Bruckner, arreglado para cuerdas, que cerró con suntuosidad y unción un concierto de elevado valor musical.

Daniel Varacalli Costas

 

 

 

 

 

 

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