Lo cómico, en serio
Il turco in Italia. Dramma buffo en dos actos con música de Gioachino Rossini y libreto de Felice Romani. Dirección musical: Jordi Bernàcer. Puesta en escena: Pablo Maritano. Escenografía: Gonzalo Córdoba Estévez. Vestuario: Renata Schussheim. Iluminación: Caetano Vilela. Diseño de video: Matías Otalora. Reparto: Erwin Schrott (Selim), Irina Lungu (Fiorilla), Fabio Capitanucci (Geronio), Santiago Ballerini (Don Narciso), Germán Alcántara (Prosdocimo), Francesca di Sauro (Zaida), Santiago Martínez (Albazar). Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Teatro Colón. Función del 5-9-2023.
Discípulo
del padre Mattei en el Liceo Musicale di Bologna, Gioachino Rossini (Pesaro, 29
de febrero de 1792 – Passy, 13 de noviembre de 1868; si nos ponemos rigurosos era
como que cumplía años cada cuatro), terminó por abandonar esa más que
prestigiosa casa de estudios porque ya no soportaba la rígida disciplina del
aula: se sentía listo para lanzarse a una carrera, ansioso por explorar las
posibilidades tímbricas de los instrumentos y las dinámicas, y conducir hacia
su faz culminante ese producto del barroco napolitano llamado “belcanto”,
aparejado a su tradición buffa. Quizás nunca se haya imaginado que al
poner en práctica una serie de procedimientos básicamente estructurales, amoldados
a un “negocio” que exigía nuevos títulos en copiosas cantidades, establecía las
bases compositivo-estilísticas del primer romanticismo italiano, lo que lo
convirtió en el más influyente de los compositores de la primera mitad del ‘800:
su influencia llegó hasta el Verdi de los comienzos e incluso más, sin soslayar
su proyección al otro lado de los Alpes.
La
carrera de Rossini comenzó en Venecia, con la buena acogida de sus ocurrentes
farsas en un acto. En la ciudad lagunar no tardó en dar a conocer Tancredi
(1813), con lo cual afirmó su aptitud para el drama, seguido por esa locura que
marcó un gran triunfo: L’italiana in Algeri (también de 1813, a decir de
Stendhal, el maestro opinó: “los venecianos están más locos que yo”).
Pero
el año anterior a los dos títulos mencionados había estrenado en la Scala de
Milán una de sus primeras óperas en dos actos, La pietra del paragone
(1812), escenario al que retornaría, luego de la experiencia de Aureliano in
Palmira (1813), para ofrecer Il turco in Italia (1814).
Esta
última no tuvo un buen recibimiento, pues como indicó Pola Suárez Urtubey
(Revista Teatro Colón n° 62, abril de 2000; comentario al programa de mano de
la misma temporada) los milaneses malentendieron en ella una suerte de reciclado
de L’italiana in Algeri, lo cual les desató no poca hostilidad. Pero, a
pesar de no haber integrado jamás la lista de blockbusters rossinianos,
el título no tardó en ganar reconocimiento, seguido por una copiosa sucesión de
triunfos, tanto en el campo de la comedia como del drama, hasta que el clásico
heredero del ‘700 que inyectó sangre nueva a la ópera peninsular, al adentrarse
en el Romanticismo con Guillaume Tell, paradigma de un nuevo género
conocido como Grand-Opéra (París, 1829), decidió que la cosas habían
llegado al agotamiento y se retiró del mundo de la creación lírica a los 37
años. Establecido en París, Rossini se dedicó a ser testigo de la vigencia de
su obra en todo el mundo, fue director del Théâtre des Italiens, compuso maravillosa
música de cámara y disfrutó de su fortuna. Y, longevo para su tiempo,
sobrevivió en muchos años a los más jóvenes Bellini y Donizetti, que de alguna
manera habían ocupado el lugar dejado por él tras el retiro.
Il
turco in Italia solo cuenta con dos antecedentes en
nuestro país, cuando el Teatro Colón la ofreció en 1979, con Sesto Bruscantini
y Ruth Welting, y en 2000, con Ángeles Blancas / Mónica Philibert y David
Pittsinger / Marcelo Lombardero. El tema abordado por el libretista Felice
Romani no era original, pues partía de un viejo libreto homónimo de Caterino
Mazzolà musicalizado por Franz Seydelman (Dresden, 1788), que ofrece a su vez
un aspecto sumamente curioso, que no es sino un tópico literario que se remonta
a los tiempos del Quijote: la literatura que penetra en el mundo real para
dejar en él sus marcas permanentes. Es que el poeta Prosdocimo, en busca de
inspiración para una comedia, toma como modelo una situación que se le cruza en
el camino y decide intervenir en los hechos, que definirán su nueva creación.
Tampoco hay que dejar de señalar en esta apretada síntesis que Il turco in
Italia le dio a Rossini la posibilidad de combinar lo cómico con lo serio,
lo cual se aprecia cerca del final: algo que décadas atrás había logrado Mozart
con sumo éxito, y que a su vez será uno de los rasgos de la futura e incomparable
Cenerentola (1817).
Paso
a la presente versión. En el aspecto musical estuvo al frente Jordi Bernàcer,
que al frente de un elenco calificado de bueno o muy bueno para arriba, sumados
los cuerpos estables de probada eficacia y profesionalismo, ofreció una lectura
clara y equilibrada, con un bien distribuido balance, en función de los
cantantes que hicieron lo suyo con total comodidad, buen aprovechamiento de la
riqueza tímbrica y rítmica características del estilo del autor y precisión en
los momentos concertados. Cómo no destacar aquí el Finale I, de muy
difícil resolución escénica, en el cual en ningún momento se percibieron
desajustes ni vacilaciones. Y precisamente gracias a esa resolución, fue que se
evitó el común estatismo de los grandes concertados, aquello que el mismo
Rossini definía con ironía como “la hilera de alcauciles” (en referencia a los
solistas, secundados por el coro, que cantan parados unos al lado de otros, de
frente al público y con rígida actitud corporal). Lo dinámico, en todo sentido,
estuvo presente del principio al final.
Hay
títulos rossinianos que pueden facilitar las cosas al momento de la ejecución,
porque traen todo “servido”. Pensemos en L’italiana o Il barbiere.
Pero no es el caso de Il turco in Italia, que para hacerla funcionar
como se vio anoche en el Teatro Colón, no solo se necesita de un sólido soporte
musical, sino de una magistral dirección escénica.
El
trabajo de Pablo Maritano al frente de un equipo formado por Gonzalo Córdoba
Estévez (escenografía), Renata Schussheim (vestuario), Caetano Vilela
(iluminación) y Matías Otálora (diseño de video), fue, en una palabra,
soberbio. Ambientada en un hotel internacional en la Bahía de Nápoles en algún
momento de la década del 50 del siglo pasado, su puesta fue de un buen gusto,
una agilidad y una inventiva, con un oportuno empleo del escenario giratorio,
gracias a los cuales esta extensa comedia, que de otra manera puede arriesgar
caer en el tedio, no conoció puntos débiles ni faltos de atención. Al igual que
hizo en su momento con Die Soldaten, recurrió al truco de dividir la
escena para ofrecer al espectador cuadros simultáneos. La dirección actoral,
acorde a su estilo, resultó impecable.
El elenco estuvo liderado por uno de los principales cantantes de su cuerda a nivel mundial, que es Erwin Schrott. Compuso un excelente Selim, confirmó una vez más su prestigio y estuvieron a la altura Fabio Capitanucci (Geronio) y Germán Alcántara (Prosdocimo), cuyos personajes son clave para el ritmo y desenvolvimiento de la intriga. Santiago Martínez en la breve parte de Albazar supo lucirse y en cuanto al elenco femenino se contó con dos artistas que realizaron una labor sobresaliente: Irina Lungu (Fiorilla), cuyo desempeño fue creciendo a lo largo de la noche hasta alcanzar un gran y admirable momento con su cavatina del segundo acto; y Francesca Di Sauro (Zaida), en un papel comprimario de importancia que la mostró no solo excelente actriz sino como una cantante de primer orden, con un muy atractivo y bien gobernado registro de mezzosoprano grave, que hace pensar que está preparada para asumir papeles de mayor envergadura; ojalá que el Colón no se olvide de ella. Y dejo para el final a nuestro compatriota Santiago Ballerini (Don Narciso). Luego de haberse formado y realizado sus primeras experiencias en el país se radicó en el exterior, siendo su primer destino los EE. UU., donde recibió las enseñanzas de Sherrill Milnes. Hoy es un tenor internacional de la más alta calidad. Su desempeño en la producción fue brillante en todo sentido, su canto magistral, con un timbre que se adapta muy bien a las dimensiones del Colón, su técnica impecable y su expresión tan refinada como intensa, además de ser un muy eficaz comediante: sin dudas, uno de los principales puntales de un elenco sin flaquezas.
En
resumen, este Turco in Italia constituye un espectáculo de altísimo
nivel digno del prestigio del Teatro Colón, a menudo vapuleado, pero que aún
demuestra que hacer las cosas con excelencia y en serio es posible.
Claudio Ratier
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