Una historia del piano

Daniil Trifonov, piano. Suite en La menor, de Jean-Philippe Rameau. Sonata No. 12 en Fa mayor, K. 332, de Wolfgang Amadeus Mozart. Variaciones sobre un tema de Corelli, Op. 42, de Sergei Rachmaninov. Sonata No. 29 en Si bemol mayor, Op. 106 “Hammerklavier”, de Ludwig van Beethoven. Teatro Colón. Función del 15/7/24.

Casi encorvado sobre el teclado, Daniil Trifonov ofreció ante el público del Colón un programa de enorme variedad y trascendencia. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

De la legendaria Nizhni-Novgorov (una de las famosas postas de Miguel Strogoff) hasta Buenos Aires, hay una larga historia. La de un pianista de 33 años que ha logrado unánime admiración llevando su arte por el mundo y que aquí, en el Teatro Colón, la cosechó una vez más. Pero no es su brillante biografía, fácilmente accesible por Internet, la que interesa, sino la que él encarna, que no es otra que la historia del piano. O mejor dicho, una historia del piano, la que él, con su personalidad artística, hace posible.

Alguna que otra vacilación en el armado del programa que ofreció en Buenos Aires puede servir de indicio de lo antedicho. Según se anunció, el recital -que fue prolijamente filmado- iba a comenzar con el Álbum para la juventud de Chaikovski, lo que suponía un primer acercamiento al público local desde un lugar netamente familiar. Sin embargo, el pianista prefirió la Suite en La menor de Rameau, una obra barroca francesa, que bien puede ser el inicio de una historia del piano avant le piano. Si el criterio hubiera sido cronológico, el programa habría seguido con Mozart, Beethoven y finalmente Rachmaninov. Sin duda ese rigor historiográfico se hubiera correspondido con una estrategia de efecto: culminar con las Variaciones sobre un tema de Corelli, partitura cautivamente, plena de efectos por donde se la escuche, habría asegurado un final vibrante. Sin embargo, Trifonov prefirió coronar su recital con la Hammerklavier, una de las sonatas del Beethoven tardío que evidencian el extrañamiento del compositor ante el mundo, su exilio de cualquier familiaridad posible. Terminar la velada con una obra no sólo enormemente difícil, sino experimental y ajena a cualquier efecto, en la que las convenciones de la escritura (trinos, secuencias, etcétera) aparecen divorciadas de su función originaria, constituye una operación nada casual: la historia del piano que propone Trifonov es aquella donde él es el héroe, pero un joven héroe al servicio de la vieja música, no de sí mismo, aunque al mismo tiempo sea esa decisión la que lo haga único como artista.

A esta altura, huelga decir que el pianista ruso tiene un dominio absoluto de su instrumento, al que controla en todas sus posibilidades. Esa técnica le permite elegir su propia aventura. Porque Trifonov está llamado a ser uno de los grandes pianistas de todos los tiempos, pero sin ser como ellos. De hecho, el año pasado el Teatro Colón asistió a otra proeza pianística de similar calibre pero diversa significación: el recital de András Schiff. Podemos escuchar la Hammerklavier por Kempff, Arrau, Serkin, Brendel, Pollini o Schiff, y admirarnos, pero desde un lugar totalmente distinto del que propone Trifonov, en algún punto menos clásico, en alguna medida más actual.

La Suite de Rameau, con su Gavota con seis variaciones como cierre, sonó alejada de las preceptivas del Barroco que enseña el historicismo. Fraseos de tiempos flexibles y colores inesperados dejaron oír una obra distinta, sin traicionar los afectos que esa música propone. La Sonata en Fa mayor de Mozart comenzó también de manera personalísima: un Allegro que pareció surgir de la nada por apenas unas décimas de segundo, un Adagio contemplativo, y un final en el que el ataque fue contundente y algunos acordes, apenas arpegiados, revelaron inesperadas disonancias.

Trifonov hace lo que desea con el piano, y siempre acierta. Las Variaciones sobre un tema de Corelli (tan parecido a la Zarabanda de Händel utilizada en el film Barry Lindon) encontraron a Trifonov en la cima de su comunicatividad con el público. La obra atraviesa toda la gama de emociones posibles, coquetea con el jazz, nos conecta con el Rachmaninov de los grandes conciertos, alterna placidez, agitación, melancolía y grandeza en veinte variaciones breves e intensas. Trifonov se hizo cargo de todo este espinel con técnica inobjetable y expresividad arrolladora.

El pianista ruso, en el saludo final, complacido por las ovaciones. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

Como se dijo, hubiera sido un buen cierre para un concierto más atado a las convenciones, pero tras el intervalo, Trifonov arremetió con la Hammerklavier llevando al extremo no sólo los tempi, sino su propio virtuosismo. Si en la primera parte el público se sumió en un silencio casi devocional, en la segunda una sutil angustia hizo de las suyas manifestándose con toses varias y constantes. Era previsible: el vacío de esta sonata, una suerte de puesta en acto de la nada misma, fungió como el negativo de la primera parte del concierto. Sólo unos pocos como Trifonov, encorvado sobre el teclado como quien sigue empecinadamente una batalla desde una cima, pueden arriesgarse a pasar esa tormenta para luego, a la hora de los bises (que fueron cinco) recalar en puerto seguro. Entonces sí la música mostró su cara más amable, casi ligera y casi popular (un tango propio, Ginastera, el dominicano Bullumba Landestoy, Scriabin) que Trifonov prodigó como cabalgando sobre el caballo de ese viejo correo del Zar que hacía de su pueblo natal una de sus postas más ansiadas y entrañables.

Daniel Varacalli Costas

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