Una irreverencia sin tradición
Orfeo en los infiernos. Opereta en cuatro actos de Jacques Offenbach. Libreto de Hector Crémieux y Ludovic Halévy. Dirección musical: Christian Baldini. Dirección de escena: Pablo Maritano. Diálogos: Gonzalo Demaría. Escenografía: Gonzalo Córdoba. Video: Matías Otàlora. Vestuario: María Emilia Tambutti. Iluminación: Verónica Alcoba. Coreografía: Carlos Trunsky. Reparto: Carlos Natale, Mercedes Arcuri, Santiago Martínez, Eugenia Fuente, Ricardo Seguel, Víctor Torres, María Castillo de Lima. Daniel Prado, María Savastano, Paula Almerares, Iván García, Iván Maier, Cristian Taleb, Fabián Minelli. Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Teatro Colón. Función del 7/11/2024.
Resulta difícil evaluar un espectáculo de las características del Orfeo en los infiernos de Jacques Offenbach, ofrecido por el Teatro Colón como anteúltimo título de su temporada lírica 2024. En principio, porque toda valoración exige referencias, las que en el caso de la opereta, género relegado en nuestro medio si los hay, son sumamente escasas. De hecho, se trata de la primera vez que esta obra se ofrece en el Teatro Colón, aunque -a diferencia de otras épocas- nada hizo la institución ya no por poner de relieve, sino siquiera de consignar este mérito. A su vez, el estreno del Orfeo en los infiernos en Buenos Aires parece perdido en la noche de los tiempos. Con los indicios existentes, todo indica que la obra se conoció en nuestra ciudad en 1866 en el Teatro Franco-Argentino, que no es sino la última encarnación del viejo Coliseo provisional en el que se ofreció por primera vez una ópera en nuestro territorio: El barbero de Sevilla, en 1825. Aquel Orfeo… venía precedido un año antes –al igual que el citado Barbero- por una representación en Rio de Janeiro, y fue sucedido por los sendos debuts del título en México y Valparaíso en 1867 y 1868, según el crítico inglés Peter Gammond. Lamentablemente, no contamos con la totalidad de la obra del argentino César Dillon publicada para esclarecer al respecto.
Poco
cultivada, la opereta francesa fue objeto de revivals no tan lejanos en el tiempo por la compañía Buenos Aires Lírica:
fueron los casos de La bella Helena (2008)
y de Bataclán (2017), ambas de Offenbach.
En cualquier caso, se trata de un género, al igual que la opereta vienesa y la
zarzuela española, de los que se ha perdido referencia –tanto formativa
como interpretativa- en el ámbito local: cualquier exhumación, por ende,
requiere de especialistas, que el Colón, como era previsible, jamás convocó. A
esto se suma que toda obra cómica –incluyendo el mismo género buffo de cuño napolitano- tiende a
envejecer mucho más rápido que lo trágico. Así, los gags, las sátiras, las bromas coyunturales necesitan actualizarse
mucho más que las desgracias, que parecen ser eternas y mucho más unívocas para
el ser humano que los motivos de risa.
Con
todo, el acierto del Colón para este virtual estreno generacional fue haber
convocado para la puesta a Pablo Maritano. El director de escena ha
descollado siempre en todo lo que es cómico (recordamos La italiana en Argel y El
rapto en el serrallo para BAL en el Avenida; El enfermo imaginario, Viva la mamma! y El turco en Italia para el Colón). Y aquí desplegó una vez más el régisseur toda su energía al servicio de
una obra que propone un galop de
mordacidad desopilante. El colorido de la escenografía –obra de Gonzalo Córdoba-
y del vestuario de María Emilia Tambutti sirvieron de marco al incesante
movimiento de los personajes que Maritano concibió para devolver vida a este título
que fue en su hora un éxito arrasador, se diría que el mayor que vivió su autor en el marco
del Segundo Imperio francés. En lo personal, la decisión de incluir los diálogos
en español me pareció acertada, incluyendo la versificación de Gonzalo Demaría,
de diestra factura, que me recordó la musicalidad y gracia del texto de La vis comica de Mauricio Kartun.
Sin
embargo, no alcanzan estas facetas para que una obra de teatro musical funcione
en su plenitud, si los aspectos musicales y vocales no acompañan en la misma
sintonía. Si bien el resultado final fue en líneas generales
decente, al margen de ciertas faltas de coordinación entre el palco escénico y
la orquesta, así como el elenco vocal resultó homogéneo con puntos de alta calidad,
la falta de estilo, producto de la ausencia, como se dijo, de tradición y formación
en la materia y del necesario trabajo en camarines de las partes, se hizo
sentir claramente. Es lo idiomático lo que, en definitiva, ofrece la mayor dificultad en cualquier género musical (desde una canción hasta una ópera) para lograr un resultado auténtico.
No
se trata de desmerecer el trabajo de Christian Baldini, director argentino de interesante
carrera en Estados Unidos (recordamos su muy buen trabajo en Requiem de Strasnoy) ni mucho menos del reparto que tuvo
como puntales a dos tenores de excepción: Carlos Natale (Orfeo) y Santiago Martínez
(Aristeo/Plutón), junto a la soprano Mercedes Arcuri (Euridice), y al Júpiter del
barítono Ricardo Seguel, mientras todo el resto del elenco acompañó con
homogéneo resultado, con especial destaque de María Castillo de Lima y Daniela Prado. El Coro Estable, dirigido por Miguel Martínez, sorteó muy bien los desafíos de la puesta.
Un
punto objetable de la presentación fue amplificar los diálogos: la introducción de sonido electrónico en un espectáculo acústico va en desmedro de
la apreciación del sonido natural. Algo similar sucedió hace algunos años en
una puesta de La historia del soldado,
y más recientemente en el taller coreográfico del Ballet Estable (¡piano y voz amplificados
en el foso!), asunto que una sala como el Colón debería cuidar celosamente.
Aunque
la crítica en general evita hacer sociología (regla sin mayor fundamento), ponderar la recepción del público siempre resulta de interés. Cuesta en este terreno evaluar las razones de la aceptación o el rechazo
que en similares proporciones recibió la propuesta: relevamos desde la diversión
de quienes no esperan encontrar en una casa de ópera semejante despliegue de irreverencia
-lo que podríamos llamar los beneficios de una desinformación prejuiciosa- hasta la intolerancia de los que consideran que hay cosas que no deben mostrarse en un escenario prestigioso -lo que podríamos
llamar las desventajas de ser prejuicioso en un sentido opuesto-. Se trata de dos
anacronismos culturales que generan, por un lado, una diversión ingenua aparejada,
por el otro, a una indignación no ingenua, fenómenos que no sabemos si
habrían divertido a Offenbach, pero que seguramente habrían sido blanco de sus
geniales dardos.
Daniel Varacalli Costas
A PESAR DE TODOS LOS DIMES Y DIRETES A MI ME ENCANTÓ. ESTAMOS CRECIENDO .Y LA SÁTIRA Y LA LIBERTAD POR FIN SE VIERON. NECESITAMOS UN COLÓN MAS ABIERTO Y VALIENTE. Y ESTA OBRA LO MOSTRÓ. GRACIAS.
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