Gran tributo a dos compositoras

 

Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Directora: Natália Larangeira. Programa: Hilda Dianda: Música para arcos. Sofía Gubaidulina: Introitus, para piano y orquesta de cámara. Solista: Marcela Roggeri, piano. Johannes Brahms: Serenata N°2, Op. 16. Teatro Colón. Función del 19/11/2021.

 

Marcela Roggeri en plena ejecución de Introitus de Sofía Gubaidulina, junto al concertino Pablo Saraví.
Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

El décimo segundo concierto de abono de la Filarmónica de Buenos Aires tuvo una característica que todavía resulta especial: una marcada presencia femenina en el programa y entre los intérpretes, tendencia que, esperamos, se convierta en algo normal en la cultura de Occidente. Mientras tanto, y apostando a esa normalidad, lo más respetuoso en estos casos es redoblar la apuesta por dar cuenta de lo escuchado, al margen de todo condicionamiento ajeno a la música.

La primera parte del programa reunió obras de dos compositoras consagradas y longevas: la argentina (y cordobesa) Hilda Dianda, de 96 años, y la rusa de origen tártaro (ex soviética) Sofia Gubaidulina, que acaba de cumplir 90. Ambas creadoras, en sus respectivos ámbitos, vivieron buena parte de los avatares estéticos, políticos y sociales del siglo pasado, y los reflejaron en sus catálogos. Dianda se ha caracterizado siempre por un lenguaje atonal, sin concesiones, anclado a una formación internacional de primer orden, tanto en la música electrónica y concreta, con Pierre Schaeffer, como en los legendarios cursos de Darmstadt. Esta vez se oyó, en cambio, una obra puramente acústica, para cuerdas, que data de 1951: Música para arcos. Por momentos con gestos neoclásicos, por momentos más inestable, demanda una incisividad, un nervio que no llegó siquiera a insinuarse en el primer movimiento; buen aporte del violonchelo y el violín solistas en el segundo; logrados los efectos con pizzicato en el último.

El Introitus de Sofia Gubaidulina, con Marcela Roggeri al piano, se palpitaba como el plato fuerte de la velada, y puede afirmarse que lo escuchado superó las expectativas. Se trata de una obra cuyo título indica el primer momento de la misa cristiana; por lo tanto supone el comienzo de algo mayor, sin que necesariamente dependa de ello. Tampoco se aprecia como un concierto para piano y orquesta, por su lejanía con las convenciones del género. Su concepto se deriva de la particular visión que la autora tiene del fenómeno religioso, del que se siente parte activa, aunque resulten imborrables las marcas de su experiencia soviética. Residente en Alemania desde la caída de la URSS, Gubaidulina es ya un prócer de una generación de la música rusa que comparte junto a Schnittke, Schedrin y Denisov. Por su parte, Marcela Roggeri, quien propuso este difícil estreno al Teatro Colón, es una estudiosa de la obra pianística de la compositora, que grabó en su totalidad en vivo, en Reims, el año 2005. De allí la seguridad pasmosa que exhibió en este concierto, en el que logró transmitir con importante sonido y audible claridad conceptual una pieza plena de contrastes expresivos y alta dificultad técnica. Un motivo totalmente anti-melódico, que repite entre cuatro y siete veces una misma nota, atraviesa la partitura, con un sentido ritual, de llamada (parece seguir la monotonía del íncipit litúrgico “Introibo ad altare Dei”, aunque uno podría reemplazarlo también por “Ya sé que estoy piantao…” o cualquier otra frase iniciática sobre una nota única, a lo Scelsi), secundado por líneas de incierta altura de la flauta, el fagot y las cuerdas. Sin embargo, este inquietante clima de estatismo contemplativo cede su espacio más adelante a imponentes escalas que utilizan todo el teclado y sugieren una suerte de epifanía espontánea y colorida. Con esta primera audición argentina, Roggeri asumió con convicción el desafío permanente de actualizar el repertorio y realizó un aporte cultural de alto valor. Fuera de programa, ofreció la Gnossienne No. 1 de Satie (curiosamente el mismo bis de Fernanda Morello el pasado agosto), en un espléndido encore de un autor que también tiene entre sus preferencias.

Luego de una breve pausa para correr el piano (los conciertos del Colón no tienen aún intervalos), costó encontrar una coherencia que permitiera dialogar a la segunda parte del programa con la primera. Un regreso convencional al siglo XIX, con la segunda Serenata de Brahms, cuyo rasgo original (no tener violines) la torna precisamente algo otoñal; así se la oyó. En cuanto a la maestrina Natália Larangeira, entendemos que su “prometedora carrera” está a tono con los antecedentes de su biografía.

Daniel Varacalli Costas

 

 

 

 

 


 

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