Con ruido y con furia


Degenerado, de
Ariana Harwicz. Buenos Aires, Anagrama, 2019

A propósito de la aparición de Degenerado, dijo Ariana Harwicz: “(…) me interesaba mucho meterme en la mente de lo más opuesto a mí posible, la otredad más lejana que es un hombre y con ese grado de criminalidad, de perversión, de transgresión de la ley, el reo, el chivo expiatorio de un pueblo, de una sociedad”. (en una entrevista de Hinde Pomeraniec publicada por Infobae el 21/8/19)

Si en sus novelas anteriores es la voz de las mujeres la que conduce la narración (Mátate, amor, 2012; La débil mental, 2014; Precoz, 2015), al asumir la función de darle la palabra a un pedófilo la autora logró trazar un amplísimo giro. También asumió el compromiso de poner en carne viva el lado más oscuro del alma, porque no existe peor crimen que el de la pedofilia, o el abuso en la peor de sus formas. El monólogo interior, enajenado y furioso del personaje central, abarca prácticamente la totalidad del texto. ¿Inhumano, monstruo? Precisamente no. Mediante una prosa cuya deriva traspasa las reglas habituales del lenguaje -lo que a su vez nos lleva a plantear si las hay y en tal caso en qué consisten-, pues lo que se cuenta no es algo habitual, cobra una dimensión que en ningún momento soslaya el hecho de que la perversión es indivisible de la condición humana.

Pero con el propósito de eludir toda fórmula maniquea -para el caso se introduce en un campo minado de trampas que sabe esquivar-, Harwicz descarta cualquier sentencia moral que pueda poner en jaque sus intenciones, y se interna en el más delicado de los terrenos, que es donde germina toda literatura cuya función es hundir el dedo en la herida abierta: “No cometí el crimen pero estuve a un minuto de cometerlo. Lo cometí pero estuve a un minuto de no cometerlo. Las zonas grises son las productivas de la dramaturgia. Y en este ‘degenerado’ me interesaba, y lo vi mucho en casos reales, el tipo que comete el crimen pero que un minuto antes estaba lavando el auto o poniendo nafta al auto o cortándose el pelo, o con la nena, bueno, ese minuto antes era un ciudadano normal, un buen padre”. (Id.)

Como si fuese una suma del espanto, el violento relato aturde al lector como el más devastador de los ventarrones. La captura, el juicio, la revelación de la historia personal y el otro tribunal, que es la sociedad, son las instancias que configuran la trama de Degenerado. En lo que podemos definir como la reconstrucción genealógica del narrador central, el lector llega a percibir los ecos de Lautréamont, alguien que mediante otros recursos y otros móviles también caló hondo en el mal: “Este niño parece que va a salir de un huevo de un momento a otro, como un tiburón este niño es un niño ovíparo. Así nací, del huevo de mi mamá, sacado por las garras de él”. (pág. 36.) O en momentos en los cuales algún atisbo de comprensión logra abrirse paso entre la más asfixiante y densa maraña: “Mi infancia era un pozo lleno de reptiles enrollados. Memorias de hombres y mujeres trenzados y yo que hacía gárgaras parado de cabeza, a papá le gustaba mostrar esa gracia. Miren, miren por favor al pequeño con la cabeza en los pies, entonces me sacudía desde abajo para que meara al revés. Hacían el chiste de crucificarme, a mí, el judío, y aplaudían cuando mi chorro iba bien alto. Tirales tu lluvia bendita, bendecilos como Moisés”. (pág. 51)

Una sociedad que por mucho tiempo prefirió no ser estorbada en su irritable y fingido decoro, acordó de manera tácita y en la medida que le fue posible echar silencio sobre la pedofilia: sorprende y da escalofríos saber que, alguna vez, tal aberración ha rozado o herido los entornos más próximos. En tiempos recientes el tema salió a la luz como nunca y la conciencia de la sociedad contemporánea se ha despertado, lo mismo en relación a otras cuestiones que se preferían callar. Y si desde la literatura es posible, una vez más, bucear en estas aguas abismales, con valentía y con la renuncia a caer en los lugares más previsibles, el avance en el conocimiento de lo más repulsivo y turbador de la condición humana ha ganado terreno.

Claudio Ratier

 



 

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