De Jerusalén, con amor
Orquesta Sinfónica de Jerusalén. Director: Yeruham Scharovsky. Programa: Paul Ben-Haim: Fanfarria para Israel. Edward Elgar: Concierto para violonchelo y orquesta en Mi menor, Op. 85. Solista: Danielle Akta, violonchelo. Piotr Ilich Chaikovski: Sinfonía No. 4 en Fa menor, Op. 36. Mozarteum Argentino. Teatro Colón. Función del 22/8/2022.
Prosigue el Mozarteum Argentino celebrando sus primeros 70 años con su ciclo en el Teatro Colón, que reúne, como es histórico en la entidad, a artistas de incuestionado nivel internacional.
Esta vez fue la ocasión de escuchar
a la Orquesta Sinfónica de Jerusalén, continuadora de la Orquesta de la
Radiodifusión Palestina, que cumple 84 años de trayectoria. A juzgar por este
dato, habría sido fundada en 1938, dos años después de que Bronislaw Huberman
fundara la Orquesta de Palestina, bajo la égida de Arturo Toscanini y con
elementos que eran en aquel entonces expulsados de las mejores orquestas
europeas, sometidas a las políticas raciales del Tercer Reich. Pese a cambiar
su nombre por el actual en la década de 1970, la Sinfónica de Jerusalén sigue
dependiendo del área de radiodifusión israelí, aunque lleve orgullosamente el
nombre de su legendaria ciudad capital, para la que el director pidió públicamente encontrar un camino de paz.
El podio de la agrupación
corresponde actualmente a Yeruham Scharovsky, que nació y se formó en la Argentina y emigró
muy joven a Israel, donde desarrolló un enriquecedor derrotero vital. La
emoción que manifestó públicamente al término del concierto, al que calificó de
una oportunidad muy esperada, no debe hacernos pensar que no había dirigido en
la Argentina; de hecho estuvo al frente de la Filarmónica de Buenos Aires en
más de una ocasión, vino con la orquesta visitante para presentarse en el Coliseo
por los 70 años del Estado de Israel y trabajó intensamente en el vecino Brasil.
Scharovsky es un director que exhibe
un profundo conocimiento de su oficio, en un enfoque siempre medido
aunque no carente de intensidad, con alguna inclinación a lo solemne en la
expresión y a la moderación en los tempi.
Su imagen se me antoja asociada a la de William Steinberg, gran director
judío-alemán que siempre eludió el star
system norteamericano y fue además cofundador de la Orquesta de Palestina. Por su
parte, el sonido de la Orquesta de Jerusalén es robusto y homogéneo; así se
escuchó en la primera obra, la Fanfarria
que el judío alemán Paul Ben Haim (su apellido original era Frankenburger)
dedicó a Israel. Una obra de circunstancia bien escrita, con algo de
cinematográfico y otro poco de marcha inglesa, con su segmento central pausado
y majestuoso.
El Concierto para violonchelo de Elgar es una obra donde el
virtuosismo del solista debe convivir con una tristeza congénita. Acaso que
haya sido la obra emblema por la que se recuerda a Jacqueline Du Pré contribuya
a esa percepción; en cualquier caso, desde su desgarradora cadenza inicial, su calibre emotivo es inusual en una obra
concertante. Por eso llamó la atención que la veinteañera Daniella Akta,
virtuosa israelí del violonchelo, eligiera esta pieza. Las excelentes dotes de
la solista, en términos de afinación, fraseo y emisión de sonido, no lograron
evitar que fuera superada en lo expresivo por la partitura elgariana, que
requiere una potencia y una madurez que seguramente Akta alcanzará en algún
tiempo, de perseverar en esta solvencia técnica que la caracteriza.
La obra de fondo fue la Cuarta Sinfonía de Chaikovski, objeto de
una interpretación apreciable, signada por las características del director
señaladas más arriba. Alguna falta de fluidez en el fraseo del primer
movimiento (el Moderato con anima
careció del pathos chaikovskiano, por
ejemplo, en la débil respuesta de las cuerdas graves a las suplicantes frases
de su tema principal) no hicieron mella en una interpretación que fue creciendo
hasta el Allegro con fuoco, que
discurrió con brillantez y trabajados contrastes dinámicos, siempre en un marco
de una moderada velocidad y una sabia construcción de tensiones.
Ovacionado, Scharovsky y sus huestes
ofrecieron dos bises perfectamente simétricos: un modesto arreglo de Mi Buenos Aires querido, con Norberto
Vogel en bandoneón (innecesariamente amplificado, en desmedro de la orquesta) y
el inefable Jerusalén de Oro, que
cerró brillantemente una velada de positivo saldo artístico.
Daniel
Varacalli Costas
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