El elixir de las grandes voces
L’ elisir d’amore, de Gaetano Donizetti. Libreto de Felice Romani. Director musical: Evelino Pidò. Director de escena: Emilio Sagi. Escenografía: Enrique Bordolini. Vestuario: Renata Schussheim. Iluminación: José Luis Fiorruccio. Reparto: Nadine Sierra, Javier Camarena, Ambrogio Maestri, Alfredo Daza, Florencia Machado. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Orquesta Estable del Teatro Colón. Teatro Colón. Función del 4/8/22.
Esta
nueva producción de L’elisir d’amore para
la temporada lírica del Teatro Colón viene a saldar en parte una deuda y a
despejar algunas dudas. Es que, para los que promediamos los 50 años, apreciar
un título del bel canto realizado con
los más altos parámetros de excelencia no ha sido muy frecuente. Es un estilo
muy difícil para las orquestas, más aptas para el legato romántico que para las articulaciones de este particular “clasicismo
operístico”, y también para los cantantes, quienes además de la exigencia
virtuosística enfrentan el desafío de remontar una tradición –en especial la
cómica- que parece haberse perdido en algún recodo del camino. Este panorama,
sumado a la falta de frecuentación de estos títulos, seguramente haya contribuido a alentar la duda acerca de la calidad y la vigencia de este repertorio.
Por eso este
Donizetti, en manos de uno de los mejores maestros especialistas y de una trilogía
de cantantes que se cuentan entre los mejores del mundo para estos papeles,
efectivamente saldó en parte una deuda y despejó dudas. Todavía el bel canto tiene mucho para decirnos si
se profesa ese afecto y esa convicción por la obra que son necesarios para toda
buena interpretación.
Sentado
lo cual, y en ese marco de altísima calidad, podemos ahora avanzar sobre las
particularidades de esta función del Elisir,
correspondiente al Abono Nocturno. La presencia del maestro Pidò en el podio fue
uno de los puntos más altos por su indudable experiencia. Su grabación de este
título con Alagna y Gheorghiu ya tiene algo más de 25 años, y sigue siendo
referencial. En esta ocasión, su trabajo con la Orquesta Estable, cuya
renovación en la última década revitalizó su sonido y su cercanía con estos
estilos, fue en extremo cuidado, tanto en articulaciones, dinámicas y balances
sonoros, como en general en la concertación. El Coro Estable, en mano de Miguel
Martínez, también estuvo a la altura de los mismos estándares.
El
trío principal de cantantes representan el nivel de calidad e internacionalismo
que corresponde a la mejor tradición del Colón. Una propuesta así es la que
puede escucharse en algunas de las más importantes capitales del mundo, y el
Colón nunca debió ser menos en ese sentido. Nadine Sierra suma a una voz
brillante una simpatía innata que redondea una Adina impecable; Javier Camarena
es uno de los grandes tenores de la actualidad, con una voz clara, una emisión
sin costuras y un decir de profunda seducción. Sumándose al listado de “bises”
en las óperas (que parecen haberse ido incrementándose en los últimos años), en
la función que se reseña repitió “Una furtiva lagrima”. La voz de Ambrogio
Maestri es monumental y su solvencia, incuestionable; acaso sólo quepa extrañar
de aquellos viejos maestros con cuyas voces Maestri puede sin duda medirse
(Gobbi, Taddei), la ausencia de esa vis
comica que era parte de una tradición que incluía “morcilleos” y daba al
personaje una gracia genuina. Correctos el Belcore de Alfredo Daza, aunque algo
engolado, y la Giannetta de Florencia Machado.
En cuanto a la puesta de Emilio Sagi, trasladada a algún momento de los años ’50 y a un ámbito más urbano, cabría preguntarse si su idea original pudo plasmarse en toda su extensión. La representación comienza de manera fallida, con algunos muchachos jugando al básquet en escena antes de que el director llegue al podio (anecdóticamente, una de las pelotas cayó al foso). De hecho, debió haber comenzado mientras el público entraba a la sala para cumplir algún tipo de efecto (como el ballet La dama de las camelias de Neumeier). En líneas generales, la propuesta funciona bien, apoyada en una muy coherente escenografía de Enrique Bordolini, y una iluminación y un vestuario, firmados por José Luis Fiorruccio y Renata Schussheim, que tienden a realzar lo brillante, lo colorido, lo vistoso y en general lo festivo. El resultado final es más que gratificante, pero cabría preguntarse si un Elisir trasladado al siglo pasado y a un cuadro más urbano justifica la prolijidad de ubicarlo en el patio de un colegio. La presencia de los aros de básquet nos recuerda a West Side Story, pero ahí termina la analogía. No alcanza con reventar un par de globos y hacer andar a los cantantes en bicicleta o a Dulcamara en un hermoso descapotable. En definitiva, este Elisir de Sagi es irreal, o a lo sumo representa la pulcritud satisfecha del europeo medio actual, tan lejana de esa marginalidad pueblerina, iletrada y de marcadas castas sociales en la que nació Donizetti (compositor de origen pobre si los hay), de la que Europa hoy no quiere acordarse, pero que explica la trama de esta ópera. Quizás detrás de este maquillaje palpite el Elisir urbano de verdad, con figurantes en equipos de gimnasia (nuestros fieritas) y un Dulcamara que vende los consabidos elixires del mundo de hoy, tan engañosos, claro, como los de ayer y de siempre.
Daniel Varacalli Costas
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