Onegin, cartas y espejos rusos

Onegin. Ballet en tres actos, basado en la novela de Alexander Pushkin. Coreografía: John Cranko. Música P.I. Chaikovski (arreglos y orquestación de Kurt-Heinz Stolze). Diseño de escenografía: Pier Luigi Samaritani. Diseño de vestuario: Roberta Guidi di Bagno. Diseño de iluminación: Rubén Conde. Reposición coreográfica: Thierry Michel. Supervisión: Tamas Detrich. Intérpretes: Elisa Badenes y Martí Paixà (Ballet de Stuttgart) y Ballet Estable del Teatro Colón. Dirección: Mario Galizzi. Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Dirección: Tara Simoncic. En el Teatro Colón, hasta el 11 de septiembre.


Martí Paixà y Elisa Badenes, último acto de Onegin (Foto: Arnaldo Colombaroli)


La fille mal gardée de Frederick Ashton fue bajada de la temporada de este año del Ballet del Colón para reemplazarla por una obra de muy distinta factura: Onegin (se pronuncia ‘Onieguin’, como debería trasliterarse). Al margen de la muy común costumbre de cambiar programaciones que ya han sido anunciadas al público, que compró su abono conforme esos anuncios, hubiera sido interesante para la compañía abordar un título que falta en el repertorio desde hace más  de dos décadas, y que figura en grandes elencos como el Royal Ballet de Londres. No es nada fácil abordar adecuadamente la comedia, género mal considerado ‘menor’, y este hubiera sido un buen desafío para una generación que necesita imperiosamente profundizar los contenidos dramáticos.

Así las cosas, subió a escena Onegin, creado por John Cranko en 1965. Desde su estreno en el Teatro Colón en 1979 por el Ballet de Stuttgart, con los legendarios Marcia Haydée y Richard Cragun a la cabeza, el ballet ha sido y es favorito de intérpretes y público. El factotum del Ballet de Stuttgart dejó un breve pero elocuente repertorio de teatro bailado: Romeo y Julieta (1962), Onegin (1965) y La fierecilla domada (1969). El sentido teatral de Cranko se revela aquí de forma magistral: su manejo de los tiempos se une a una dificultad técnica notable -sobre todo en los dúos de los protagonistas- y a parlamentos coreográficos sumamente descriptivos. A la vez, el trabajo grupal es detallista e impactante. El coreógrafo otorga un papel importante a los símbolos, por ejemplo las cartas y los espejos. En el primer acto, Madame Larina y sus hijas encuentran distintas emociones ante el azogue; y Onegin surge en los sueños de Tatiana desde un espejo. La carta que Tatiana le escribe a Onegin termina rota por las manos de él, y viceversa en el último acto como, una vez más, un espejado juego de emociones. La novela en verso que Pushkin escribiera en el siglo diecinueve es renovada por Cranko, pero manteniendo fielmente las características de los personajes y la pintura social de la época.


Escena del segundo acto de Onegin (Foto: Arnaldo Colombaroli)

También la música de Chaikovski fue objeto de una cuidada elección entre algunas partituras originales para orquesta, como Cherevichki (Las zapatillas de la zarina, de 1885) o Francesca Da Rimini Op. 32 para el dúo final de la obra, y otras seleccionadas de su amplio repertorio para piano, orquestadas por Kurt-Heinze Stolze. La perfecta conjunción entre música y coreografía nos hacen pensar en Onegin como el cuarto ballet de Chaikovski.

En la función que reseñamos, tan perfecta creación tuvo en los primeros bailarines de Stuttgart Elisa Badenes y Martí Paixà a excelentes traductores de estilo, asumiendo los protagónicos con brillantes recursos técnicos y dramáticos, producto de la asimilación de la tradición de su compañía de origen. A su lado, los jóvenes Rocío Agüero y Jiva Velázquez dotaron de frescura e intensidad a Olga y Lenski respectivamente. Todos los comprimarios imaginados por Cranko para describir a la  sociedad burguesa de la Rusia imperial fueron magníficamente encarnados por los bailarines más experimentados del Ballet Estable, cuyo cuerpo de baile arrancó aplausos en las escenas de conjunto.

La Orquesta Filarmónica realizó un muy buen trabajo guiada por Tara Simoncic.

Patricia Casañas

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