De la elegía a la fiesta

Festival Argerich. Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Sylvain Gasançon. Giya Kancheli: Twilight para dos violines y orquesta. Solistas: Gidon Kremer, Madara Petersone, violines. Richard Strauss: Metamorfosis. Dmitri Shostakovich: Concierto No. 1 para piano y orquesta en Do menor, Op. 35. Solistas: Martha Argerich, piano. Serguei Nakariakov, trompeta. Teatro Colón. Función del 22/7/2023.

Gidon Kremer y Madara Petersone, en violines y Sylvain Gasançon en el podio, en Twilight de Giya Kancheli. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

La cuarta entrega del Festival Argerich 2023 incluyó por primera vez a la Filarmónica de Buenos Aires, si bien reducida a una parte de sus cuerdas, bajo la dirección del francés Sylvain Gasançon.

El concierto debió desarrollarse con la escenografía del La carrera del libertino ocupando buena parte del escenario; si bien la orquesta en formato reducido pudo ubicarse sobre el pistón, el telón abierto y un fondo negro y sin campana acústica restó sonoridad y marco visual a la propuesta. El otro detalle nada menor fue el armado del programa: es comprensible que, siendo Martha Argerich la solista, la obra concertante se ubique, excepcionalmente, al final del programa. No lo es, en cambio, que la primera parte esté dedicada a dos obras muy diferentes, en calidad y lenguaje, pero ambas de tono elegíaco. Podría decirse que mientras Twilight (Crepúsculo) de 2004, es una obra del siglo XXI escrita por un compositor del siglo XX, Metamorfosis de Richard Strauss es una obra del siglo XX escrita por un compositor del siglo XIX. Este punto merece algún desarrollo.

Giya Kancheli es un compositor georgiano que se radicó en Europa occidental tras la caída de la Unión Soviética. Hábil compositor de música para películas, su lenguaje está anclado en una posmodernidad evidente; no sin ironía a veces se lo calificó de “maximalista” (aunque sin intencionalidad política) en contraste con el “minimalismo” y a similitud de algunos colegas suyos como Henryk Gorecki. Lo cierto es que Kancheli compone para elementos mínimos, con una armonía poco robusta, generando largos colchones sonoros que no necesitan la textura de la orquestación clásica. De hecho, Twilight, además de cuerdas y dos violines solistas (uno de los cuales puede ser viola), contiene sutiles pasajes para sintetizador (según la partitura original), que en este caso sonaron en apenas algunos fragmentos con perfumes de bandoneón y de celesta. Kancheli compuso esta pieza inspirado en el paisaje de álamos que veía desde su escritorio en Amberes, a raíz de sus cambiantes colores según los momentos del día y de su propio estado de ánimo, luego de haber superado una severa enfermedad. El paisaje que veía Richard Strauss era bien diferente: el de las ruinas humeantes de la Ópera de Baviera donde su padre había tocado en los estrenos wagnerianos; la destrucción de una cultura y de sus héroes bajo el peso del mal absoluto. El lenguaje de Strauss es el de la tradición decimonónica: en sus Metamorfosis para 23 arcos solistas el contrapunto rige, basado en el tema de la Marcha fúnebre de la Heroica de Beethoven que se pasea, junto a otras ideas derivadas, por los diversos pentagramas, combinando la emoción más amarga (¡tragedia con nostalgia, quién pudiera!) con la técnica más depurada; en suma, una obra maestra.

Las interpretaciones fueron decepcionantes. Gidon Kremer y Madara Petersone son excelentes violinistas; quizás hayan hecho honor a la obra de Kancheli con un sonido pobre, ataques imprecisos y un marco orquestal faible (con lo que este término en francés implica). La experiencia fue de una obra triste, con la oscuridad de fondo, toses constantes, portazos en los palcos y una inquietud generalizada en un público que venía para otra cosa. La obra de Strauss, pese a su genialidad, no cambió demasiado el panorama: Gasançon no logró profundizar en su drama ni hacer audibles las diversas líneas que traman su complejo contrapunto, con especial defección de las cuerdas graves.

La genial Martha junto a Serguei Nakariakov en trompeta en el primer Concierto para piano de Shostakovich. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

Tras el intervalo, la aparición de Argerich con el trompetista Serguei Nakariakov pareció implicar el comienzo de un nuevo concierto. La primera de las dos obras de Shostakovich para piano y orquesta prevé una trompeta obligada en el marco de un acompañamiento confiado a las cuerdas. En sus cuatro partes atraviesa una extensa gama emocional: desde la brillantez de los extremos, plenos de citas, pasando por la delicadeza de sus dos partes lentas, en particular el Moderato con su trompeta asordinada. Escuchar a Argerich es citarse con el asombro: por la seguridad y la claridad de su toque (¡a los 82 años!), su memoria infalible, su perfecto balance, siempre inclinado al brillo pero al mismo tiempo comprometido con un decir absolutamente intransferible, en tanto es una emanación de su propia, irrepetible persona. Nakariakov acompañó con solvencia (es un prodigio desde niño), con un sonido nunca intrusivo, tan cálido como irónico según correspondiera. El público, delirante, demandó bises: el primero, propiamente dicho, fue la repetición del Allegro con brio final del Shostakovich. Luego vino una obra completa fuera de programa: Nakariakov apareció con un fliscorno (flügelhorn) e interpretó un curioso arreglo de las Piezas de fantasía, Op. 73 de Schumann, originales para clarinete pero a menudo transcriptas para violonchelo. La obra fluyó con naturalidad en manos de ambos intérpretes, particularmente para el vientista que debió superar la dificultad de tocar notas con trémolos en un aerófono de ese tipo. Así transcurrieron los tres movimientos de un verdadero encore que despidió al público dándole lo que venía a buscar: la fiesta de reencontrarse con una artista querida y admirada en todas sus dimensiones.

Daniel Varacalli Costas

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