Por los caminos de Verdi

Un ballo in maschera. Ópera en tres actos de Giuseppe Verdi. Libreto de Antonio Somma. Dirección musical: Beatrice Venezi. Dirección de escena y coreografía: Rita Cosentino. Escenografía: Enrique Bordolini. Vestuario: Stella Maris Müller. Iluminación: José Luis Fiorruccio. Reparto: Ramón Vargas, Alessandra Di Giorgio, Germán Alcántara, Guadalupe Barrientos; Oriana Favaro, Fernando Radó, Lucas Debevec Mayer, Cristian de Marco, Juan González Cueto, Diego Bento. Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Teatro Colón. Función del 28/11/2024.


Riccardo (Ramón Vargas) es asesinado por Renato (Germán Alcántara) en presencia de Amelia (Alessandfra Di Giorgio): momento culminante de Un ballo in maschera de Giuseppe Verdi. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC

El Teatro Colón cerró su temporada lírica 2024 con Un ballo in maschera de Giuseppe Verdi, melodrama con todas las letras, en claro contraste con el festivo precedente de Orfeo en los infiernos. No es del caso reiterar aquí las vicisitudes topográficas que la censura hizo vivir a Verdi con este título; sí señalar que, de alguna manera, estas sinuosidades representan al mismo tiempo un momento de la producción verdiana inmediatamente posterior a su trilogía central (1851/53) con Rigoletto, Trovatore y Traviata, en la que el autor logró plasmar su sello personal a la vez que consagrarse en toda su innata genialidad. Claro que, así como le pasaría muchos años después a Puccini con su propia trilogía con libretos de Illica y Giacosa, o aun al mismo Richard Strauss luego de su colaboración con Hugo von Hoffmannsthal, llegar a una cumbre y seguir subiendo no es un tema fácil, en la medida en que obliga a cambiar de senda (si lo habrá sabido Stravinsky luego de su propia trilogía: El pájaro de fuego, Petrushka, La consagración…). En mi visión, Verdi tuvo que probar varios derroteros hasta llegar a su encuentro con Arrigo Boito y recrearse a sí mismo, ya provecto. Mientras tanto, no puede olvidarse que Ballo sucede a ese melodrama vacuo que es Las vísperas sicilianas (en sus dos versiones) y a la primera versión de Simon Boccanegra, además de otros rifacimenti de ocasión. Un ballo in maschera reproduce en sí misma esa búsqueda, por momentos oscura, por momentos esperanzada, de un Verdi consumado en un estilo y un lenguaje ya establecidos. Aun en este contexto, y con el envejecimiento que hace hoy de este título un artefacto arcaico por su lenguaje teatral y musical, Un ballo in maschera es una ópera ejecutada con todas las reglas del arte de su tiempo, un producto profesional y con destellos del genio verdiano capaz de disfrutarse da capo al fine si uno encuentra afinidad con sus convenciones.

El regreso de Rita Cosentino, luego de años de trabajo en España, la enfrentó a un título que ella misma admite que “flaquea” en su apostilla en el programa de mano. Su declarada visión consistió en enfatizar el carácter político de la conspiración (desandando aquí el camino impuesto por la censura) para poner en segundo plano las relaciones personales que hacen a la esencia del discurso melodramático. La apelación a la mirada del niño en el último acto fue, acaso, su toque más original, aunque no del todo comprensible de primer intento. Con un logrado movimiento escénico y precisas marcaciones actorales, en un marco escenográfico firmado por Enrique Bordoloni, de líneas claras y sin sobreabundancias ni forzados cambios de época, la puesta rindió lo necesario para subrayar esta visión. La iluminación y el vestuario, rubros firmados por José Luis Fiorruccio y Stella Maris Müller respectivamente, resultaron muy consistentes;  sólo cabría reprochar lo elemental de la coreografía, ya que por más que haya querido plantearse como caricaturesca, contrastó con el concepto general que emanaba de una puesta con poco lugar para la ironía.

Al frente de la Orquesta Estable, la flamante directora principal Beatrice Venezi retornó al foso para lograr una versión de líneas ligeras y buen colorido, con la salvedad de algunas faltas de coordinación con los cantantes, en particular durante el primer acto, y algún desbalance con el palco escénico.

Toda la potencia expresiva de Guadalupe Barrientos como Ulrica. Foto: Lucía Rivero / Gentileza Prensa TC

Del elenco local es preciso destacar por todo lo alto dos voces: la de Ramón Vargas como Riccardo y la Ulrica de Guadalupe Barrientos. Si bien el paso de los años hizo perder lógicamente a Vargas algo de la potencia y lozanía legendarias de su voz, la estirpe de gran cantante que sin duda siempre será prevalece sobre cualquier otra consideración: su desempeño fue el de un tenor como no es habitual contar en las temporadas del Teatro Colón, un verdadero lujo. Por su parte, Barrientos refirmó las dotes que la convirtieron en la cantante más aclamada del estreno: garra actoral, metal mórbido y profundos graves fueron sus rasgos más notables. El resto del elenco fue correcto: la Amelia de Alessandra Di Giorgio, aun sin ser especialmente expresiva; el barítono Germán Alcántara, con un apreciable material, aunque creció en los finales de frase y se lo oyó tenso en la zona aguda; Oriana Favaro como Oscar, Fernando Radó como Samuel y Lucas Debevec como Tom, el Silvano de Cristian de Marco, el Juez de Juan González Cueto y Diego Bento como un sirviente. Excelente el solo de violonchelo por Jorge Bergero al inicio del tercer acto. El Coro Estable, dirigido por Miguel Martínez, fue uno de los protagonistas brillantes de la función.

En el balance, fue un espectáculo muy consistente en todos sus aspectos, ideal para el público que busca y encuentra en Verdi a uno de los grandes hacedores de ópera de todos los tiempos y que no renuncia a disfrutarlo cuando la interpretación permite asomarse a los rasgos salientes de su genialidad.

Daniel Varacalli Costas

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