El Barroco, primero
¿Se
hubiera imaginado Claudio Monteverdi que su música sonaría en una sala tan
grande como la del Colón? ¿Se hubiera imaginado que esa música ayudaría a
conjurar los fantasmas de una pandemia a más de 400 años de distancia? Acaso
sí, porque ni los desafíos de la espacialización ni el rigor de las pestes
estaban fuera de cuadro en ese primer barroco que él representó con tanta eficacia.
Seguramente
al abonado le duele la ausencia de un título operístico completo, pero en este
contexto la idea de reanudar la actividad lírica con un espectáculo como “Altri
canti…” se reveló acertada. No sólo porque los recursos que exige pueden
dosificarse de acuerdo con la coyuntura sanitaria, sino porque las emociones
que arranca son tan intensas como inusuales, aunque cada vez más frecuentes en
los repertorios de los grandes teatros, a despecho de haber sido pensadas para
otros espacios.
“Altri
canti…” (que suena como “Otros cantos”, en realidad el comienzo de un verso en
subjuntivo: “Que otros canten…”, nada más lejano a la propuesta) es un
espectáculo lírico en un prólogo, tres partes y un epílogo, especialmente
concebido para la ocasión. Un procedimiento que encaja perfecto con la
ideología barroca, en la que el concepto de “obra” no estaba sacralizado y se
adaptaba a las demandas del momento.
La
selección permite recorrer esos tres afectos que el propio Monteverdi reivindica
en el Prólogo a su Octavo Libro de madrigales (muy presente en esta selección):
la ira, la serenidad y la súplica. El Prólogo con “Hor che’l ciel…”, precedido
de un pasaje instrumental de L´Orfeo,
nos introduce con cierta pompa en la atmósfera belicosa, retomada en la tercera
parte con “Altri canti d´amor…” (paradójicamente un madrigal guerrero, porque
el amoroso se titula “Altri canti di Marte…) y con el impresionante Combattimento di Tancredi e Clorinda, sobre
texto del Tasso. La primera parte, integrada por el Ballo delle ingrate, incluye la súplica de Venus descendida al
averno, mientras la segunda plantea un escenario bucólico, sereno, con
selecciones de madrigales de los libros Séptimo, Octavo y el póstumo Noveno. El
Epílogo nos conduce a un Monteverdi menos usual, el sacro, con un segmento de Vespro alla Beata Vergine, el bello Ave Maris Stella a ocho voces.
Con
esta estructura bien balanceada por base, el camino de los intérpretes queda
despejado. Una orquesta de instrumentos de época, con una veintena de músicos en
su mayoría especialistas (baste mencionar a los Olaso entre los preparadores y
ejecutantes), se ubicó en un foso modificado por la elevación de la plataforma
y una mampara de contención que seguramente ayuda a la acústica, mientras dos
pares de sacabuches completan la formación desde los palcos avant-scène.
En
épocas de “normalidad” uno se hubiera apostado en distintos lugares de la sala
para evaluar la acústica, algo hoy imposible por las pautas sanitarias, y más
aun en una propuesta sin intervalo. En cualquier caso, si desde la fila 3 el
sonido era razonablemente bueno, se entiende que habrá mejorado en calidad y
volumen hacia el fondo y hacia arriba de la sala. Marcelo Birman dirigió con
compromiso en un repertorio que es parte de su especialidad. Los colores del
ensamble generan esos contrastes imposibles de lograr con el empaste de la
orquesta moderna; cuerdas bien articuladas, un rico continuo y gratas
combinaciones con los colores del arpa, las flautas dulces, el corneto y las
partes solistas del violín.
La
concepción escénica a cargo de Pablo Maritano fue otro acierto. El director
viene trabajando el mundo del barroco, a partir de lo que hemos visto de él en Platée y El enfermo imaginario (en igual sentido el trabajo de Violeta Zamudio
en El triunfo del honor), pero más
cerca en el tiempo tenemos fresco en la memoria el magistral Siglo de Oro trans, cuyo marco
escenográfico reaparece aquí, mutatis
mutandi, firmado por Nicolás Boni. También en una plataforma elevada, los
cantantes aparecen como dentro de un marco (perfecta alusión al mundo del Barroco),
flanqueado por dos bandas espejadas, y con cuatro ventanas laterales que se
abren y cierran y permiten dinamizar la acción. El vestuario, a cargo de Renata
Schussheim, juega en los momentos fuertes con colores como el negro y el rojo,
las golas blancas y las cofias de color carne, que nos remiten de inmediato a
una época donde la muerte no se ponía debajo de la cama (una atmósfera similar
se vio en el escenario del Colón en Por
vos muero, notable coreografía de Nacho Duato, aunque en Altri canti… los pasos de baile apenas
se insinúan). La iluminación, a cargo de José Luis Fiorruccio, completa idealmente
el marco visual.
Hernán Iturralde y una voz infernal en Altri Canti - Opera - Crédito Arnaldo Colombaroli - Gentileza Prensa TC
A
la eficacia del planteo escénico se suma la de un elenco con varias de las
mejores voces de nuestro país. Si bien no todas están especializadas en este
tipo de repertorio, sin duda todas, con sus matices, han asumido aquí con inteligencia
sus desafíos estilísticos. Excelentes trabajos de Daniela Tabernig (en especial
en “Soave libertate” y el Lamento della
Ninfa), Hernán Iturralde (como Plutón), Adriana Mastrangelo y Santiago
Martínez, en un marco realmente parejo. Especial destaque, desde lo vocal y lo
escénico, logró el Combattimento… con
la narración a cargo de Víctor Torres, y la pareja a cargo de Oriana Favaro e
Iván García (quizás el recuerdo de esta obra que abrió el Centro de Experimentación
en 1990 y que fue allí tan trabajada sume un plus a nuestra percepción).
Ira,
serenidad, dolor, devoción: quizás sólo faltó una pizca más de humor y algo de
danza en este muestrario de pasiones que supera la hora y media y nos devuelve
a la esencialidad de lo humano.
En
conclusión, volver al teatro de esta manera fue realmente un bálsamo, si es que
uno vuelve, porque (parafraseando a Troilo, que nació justo un 11 de julio),
uno no vuelve al Colón, porque siempre está llegando…
Daniel Varacalli Costas
Interesante crítica...
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