Un concierto que marca un camino
Orquesta Estable del
Teatro Colón. Director: Sebastiano De
Filippi. Programa: Franz Schubert: Obertura de “Los hermanos gemelos” (Der Zwillingsbrüder).
Richard Wagner: Canciones de Wesendonck (Wesendonck Lieder). Solista: Guadalupe
Barrientos, mezzosoprano. Ottorino Respighi: Suite en Sol mayor para cuerdas y
órgano. Solista: Matías Sagreras, órgano. Teatro Colón. Función del 16/8/21.
Si
los dos ingredientes básicos de un buen concierto son el programa y sus
intérpretes, desde ya el quinto concierto de la Orquesta Estable del Teatro
Colón deparó a sus comensales una mesa extraordinariamente bien servida.
Ya
el anuncio del convite permitía anticipar las razones de lo afirmado: tanto el
director como sus solistas pertenece a una generación intermedia en edad, que
aúna, cada uno en lo suyo, talento y experiencia; por su parte, un programa que
propone en tres pasos dos primeras audiciones locales y otra obra poco
frecuentada tiene desde el vamos un valor agregado. Si además estas previsiones
resultan confirmadas por la ejecución –ese aspecto que Thomas Carlyle, tan
citado por Borges, estimaba superior a la obra en sí- el gusto es pleno.
Franz Schubert dedicó al teatro musical una buena parte de su corta carrera, sin llegar nunca al éxito; esto explica paralelamente la escasa frecuentación de sus oberturas en concierto. La del singspiel (ópera alemana con diálogos) Los hermanos gemelos (Der Zwillingsbrüder), de 1820, es uno de los casos: un breve pórtico de corte clásico, con permanentes cambios de dinámica y un temperamento juguetón que requiere una articulación condigna. Estos aspectos son los que vuelven compleja su ejecución por las orquestas modernas, como lo prueba la experiencia local con Haydn y Rossini. Con su formato reducido, la Orquesta Estable demostró estar a la altura del desafío estilístico, guiada por la mano atenta de Sebastiano De Filippi, quien indicó cada detalle con precisión, inclusive a costa de elevar el gesto para llegar a las maderas, protegidas por mamparas individuales de considerable altura. Cuerdas, vientos y bien afinados timbales se oyeron con notable definición en homenaje a un estilo que así lo requiere.
Avanzamos
poco menos de cuatro décadas en el siglo XIX y llegamos a las Wesendonck Lieder, las bellísimas canciones
que Wagner dedicó a su idealizada amante Mathilde Wesendonck y que se
encuentran en el corazón de la génesis del Tristán…
El concurso de director y solista resultó aquí altamente sinérgico. Guadalupe
Barrientos es una cantante de importantes recursos, tanto es así que acaso su
eficacia estribe, en no menor medida, en poder controlarlos. Si su voz está
probada en papeles verdianos como Amneris o Ulrica, a los cuales la asociamos
de inmediato, esta incursión wagneriana –como semanas atrás su Mahler- convence
en igual medida: al llegar a Schmerzen y
Träume, Barrientos ya había trepado a
una alta cota expresiva, sin duda producto de un concienzudo trabajo con el
maestro en la relación texto-música, apoyada en un registro homogéneo que
alcanza buen volumen en los agudos. De Filippi, quien también sabe poner rienda
corta a la imponencia de sus recursos, dirigió con gesto amplio, solvente y
expresivo, demostrando que su origen en la arena operística no es marginal: su
pericia para acompañar voces, su control de las texturas intermedias (Im Treibhaus) y la magistral sonoridad
que logró en la coda instrumental de Träume
nos hacen desear verlo en el podio de una función lírica en el primer coliseo.
Cuatro
décadas más adelante nos encontramos en presencia del joven Ottorino Respighi,
con su bagaje de orquestador amasado junto a Rimski-Korsakov y su profundo
conocimiento de la música medieval y el Barroco. De 1905 es su Suite en Sol mayor, que la instalación allá
por el 2013 de un muy buen órgano eléctrico en el palco avant-scène izquierdo del Colón (que perdió en oscuras circunstancias
su instrumento fundacional en los años ‘70) permitió apreciar en manos de uno
de sus primeros ejecutantes: Matías Sagreras. El solista asumió su parte de
manera impecable en una obra original que comparte una evocación de Bach con un
sensible romanticismo crepuscular. Al limitarse a las cuerdas, el compositor evita
caer en el ampuloso sonido de las orquestaciones de Stokowsky o aun de
Schönberg, recordando, según los momentos, a Elgar o a Grieg. Los dos primeros
movimientos son redondos: De Filippi encaró el Preludio con un tempo
veloz, pese al desafío de los numerosos trinos que jalonan la partitura, y el Aria (que contiene un tema casi idéntico
al de la Introducción de la Cuarta de
Schumann), con una hondura expresiva que marcó otro de los altos puntos de la
velada. Hacia el tercer movimiento la obra parece perder intensidad, con
pasajes comprometidos para las violas, volviendo a ganar consistencia en el
final, con el logrado ensamble de las cuerdas graves y el ubicuo color del
órgano como común denominador.
En
suma: un orgullo para el Teatro Colón poder hacer esta gran música universal con
intérpretes argentinos de altísimo nivel: todo un camino a emprender y a
transitar sin renunciamientos.
Daniel Varacalli
Costas
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