El triunfo de la religión
Theodora. Versión escénica para una actriz, cantantes y orquesta sobre el oratorio de Georg Friedrich Händel, con libreto de Thomas Morell. Intépretes: Yun Jung Choi (Theodora), Martín Oro (Didymus), Santiago Martínez (Septimius), Víctor Torres (Valens), Florencia Machado (Irene), Iván Maier (Mensajero), Florencia Burgardt / Daniela Prado / Iván Maier / Mariana Rewerski / Felipe Carelli / Romina Jofré (Cristianos/as y romanos/as). Estanislao Moyano (Serigrafía en vivo), Martín Antuña (Cámara en vivo). Oria Puppo (Espacio, vestuario y video) Franco Torchia (Textos), Rubén Conde (Iluminación), Matías Otalora (Video) Benoît Babel (Continuo). Mercedes Morán (Actriz Invitada). Alejandro Tantanian (Dramaturgia y dirección de escena). Orquesta Estable del Teatro Colón. Johannes Pramsohler (Dirección musical). Función del 28/09/21.
Martín Oro (Didymus) y Yun Jung Choi (Theodora) en la puesta de Alejandro Tantanian
(Foto: Máximo Parpagnoli)
No voy a explicar el título
de esta reseña (eso lo dejo a merced de la información y la subjetividad de
cada uno), pero sí espero atenerme a uno de los postulados de Jorge D’Urbano,
para quien “no es ministerio del crítico decir cómo hay que hacer las cosas,
sino cómo están hechas.” Lo cual no me impedirá ejercer el derecho de
formularme al final algunas preguntas.
A fuer de sinceros, este
segundo espectáculo que propuso el Colón para su programación lírica 2021 nunca
fue anunciado como el oratorio Theodora
de Georg Friedrich Händel, sino como una “versión escénica” para actriz,
cantantes y orquesta. El anuncio de algún modo justifica que la extensión de la
obra haya sido cortada aproximadamente a la mitad, que no haya habido un coro –elemento
esencial del género oratorio-, sino un grupo de cantantes que hizo sus veces en
los escasos segmentos que así lo requirieron, y que la presencia de una actriz
introdujese, da capo al fine,
intervenciones textuales del todo ajenas al libreto original de Thomas Morell.
El marco visual de la
propuesta fue más bien austero: una plataforma elevada sobre el escenario, un
fondo contrastante, algunos elementos mínimos (sillas, reclinatorio) y una constante
proyección en un rectángulo por encima de la escena tanto de textos como de
imágenes tomadas en vivo por un camarógrafo, entre ellas las de los mismos
cantantes en encuadres nada convencionales.
Los textos presentados
visualmente (a partir del que recibe al espectador y que reza: “Nuestros dioses
son queer porque son los que queremos
que sean”) y en general los que recita la actriz Mercedes Morán corresponden a
Marcella Althaus-Reid, una teóloga argentina que culminó su carrera en Escocia
como exponente de la teología queer. Según
entendemos, esta vertiente de la teología no trata sólo de amalgamar un
discurso históricamente urdido en torno a un ente con lo que hoy se ha dado en
llamar “perspectiva de género”, sino que expresa un posicionamiento ideológico tan
personal como radicalizado sobre una serie de cuestiones que incluyen el poder,
la sexualidad, la perversión, el hambre o la exclusión. La entidad que la
propuesta da a los textos compite con la misma música, redundando en un
espectáculo mixto entre dos discursos: uno musical y otro que podríamos
denominar político.
Los segmentos elegidos de
la obra de Händel fueron servidos con un nivel homogéneo: los elementos de la
Orquesta Estable fueron bien conducidos por el tirolés, residente en París, Johannes
Pramsohler, quien a pesar de no contar con instrumentos de época y trabajar con
una afinación más elevada que la que hoy se utiliza en el historicismo, logró
una versión razonablemente idiomática y de buen pulso. El elenco vocal
respondió en general de manera correcta, quizás con alguna merma de volumen y
carácter, fruto acaso de un marco escenográfico muy abierto, lo que se notó en
particular en la Theodora de Yun Jung Choi, quien debió reemplazar en el rol a
Jaquelina Livieri, y en el Valens del experimentado Víctor Torres. No así en los
casos del contratenor Martín Oro y el tenor Santiago Martínez, que sumaron a un
buen volumen sus peculiares colores y expresividades; lo mismo podría decirse
de la Irene de Florencia Machado y el mensajero de Iván Maier en papeles no
centrales. De los reducidos momentos “corales” se rescata el número final.
El día del estreno, la
respuesta del público ante una propuesta que -por lo menos- puede calificarse de
audaz pareció oscilar entre la incomprensión y la indiferencia, lejos de las
reacciones que podría haber generado hace poco más de una década. A quien esto
escribe le recordó un video de Londres tras un bombardeo nocturno de la
Luftwaffe: a la mañana siguiente sus flemáticos habitantes salían con sus
paraguas y maletines y miraban las parvas de escombros con un apenas disimulado
distanciamiento. Si el propósito del equipo liderado por Alejandro Tantanian se
plantea como objetivo dar a conocer el pensamiento de una teóloga argentina en
sus facetas más personales y extremadas, cabe preguntarse si este espectáculo
con dos partes tan heterogéneas era el contexto ideal. Claro que responder esto
en el marco acotado de una crítica sería sumar otra inadecuación más a las varias
con las que aquí se enfrenta el espectador: desde la obra misma de Althaus-Reid,
capaz de infiltrar el discurso teológico con postulados tan ajenos a su
tradición, como la intervención de un oratorio -¡el género elegido por la Contrarreforma
para contrarrestar los efluvios disolventes de la ópera!- con textos que, en
honor a su autora, deben de ser parte de un desarrollo teórico de mayor aliento, hasta la pretendida homologación de Marcella, la teóloga, con Theodora, el personaje del martirologio cristiano.
Al cabo de esta
experiencia tan cargada de elementos extra-musicales, me pregunto: ¿Puede un
discurso emancipatorio garantizarse políticamente un lugar sin dejar al mismo
tiempo de serlo? ¿O finalmente todo es parte del sistema? ¿Puede ser la
aceptación una de las formas de la indiferencia ante los exabruptos de un pensamiento
lacerado? ¿Al final tenía razón ese sabio judío cuando dijo que la culpa es la
contracara de la perversión? ¿Hay una poética de lo sucio, de lo abyecto y de
lo sufriente de la que todavía pueda predicarse algún tipo de belleza? ¿Se
habría cumplido el deseo de Pierre Boulez respecto de las casas de ópera si
esta teología mancillada no hubiese sido, pura y exclusivamente, la cristiana? ¿Pueden
odres viejos contener vinos nuevos? ¿Se puede vivir sin estructura? ¿Tanto
extrañamos la guerra? ¿Tanto extrañamos a Dios? ¿Cuál era, finalmente, la
esencia de eso que llamábamos cristianismo? O lo que es lo mismo, pero todavía,
quizás, en presente: ¿Cuál es, finalmente, la esencia de eso que llamamos
Occidente? Por supuesto no voy a intentar responder aquí estas preguntas, como tampoco
voy a pedir a nadie que las responda por mí, ni mucho menos que diga “amén”.
Daniel
Varacalli Costas
Fa-bu-lo-so!!!!!
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