Un concierto para la memoria
Colón Contemporáneo. Programa: Sequenza VIII para violín solo, de Luciano Berio. Solista: Francesco D’Orazio. Kuleshov, concierto para piano y orquesta de cámara, de Oscar Strasnoy. Solista: Marcelo Balat, piano. Concierto para violín y orquesta, de György Ligeti. Solista: Francesco D´Orazio, violín. Director musical: Pablo Druker. Teatro Colón. Función del 4/5/2022.
Si
hubiera que buscar un hilo conductor para el programa del primer concierto del
ciclo Contemporáneo del Colón, que coordina Martín Bauer, sería sin duda la
memoria. No sólo porque la obra programada de Oscar Strasnoy lo propone
explícitamente como nudo conceptual, sino porque estrenar –y escuchar- partituras
actuales o relativamente recientes supone un ejercicio activo de la memoria,
ese don que nunca termina de abandonarnos.
La música “contemporánea” que todavía podemos incluir, no sin cierto pudor y escepticismo, en la línea de lo “académico”, no puede definirse como tal sólo por apelar en sus orgánicos a los instrumentos o los ensambles de la tradición clásica; antes bien, lo es en mucho mayor medida en tanto supone un diálogo activo con toda la tradición. De hecho, la memoria no es sólo aquello que nos permite identificar a cierta música como continuadora de una línea, sino también lo que habilita a la música de origen popular o basada en la interpretación (como queramos llamarla) conformar sus propias tradiciones. A fuerza de circulación y escucha, el jazz, el tango, el rock, los diversos folklores, las tienen, y eso les permite sobrevivir en un mercado saturado de información y totalmente indiscriminado.
La
memoria. ¿Qué otra cosa nos permite disfrutar de esas geniales complejidades
que concibieron los grandes compositores del siglo pasado y los igualmente
grandes del presente? Cuando el virtuoso Francesco D’Orazio empuñó su violín para atacar la Sequenza VIII de Berio es difícil no tender un puente con las
sonatas y partitas de Bach, y con su Chacona;
y acaso esta Sequenza de 1976 sea que la que propone una mirada posible desde el
presente hacia aquellas piezas que exploraron en todas las direcciones las
posibilidades técnicas del arco.
Oscar
Strasnoy regresó a Buenos Aires para supervisar el estreno local de Kuleshov, de 2017, titulado así, según
informa el programa, en homenaje al director de cine ruso Lev Kuleshov, quien
en los años ’20 postuló que una imagen comunica más por su relación con el montaje que
por lo que representa en sí misma. Lo mismo podría decirse de las palabras,
cuyo significado reposa en el contexto, en la frase, hasta cuando hay una
elipsis, más que en su sola enunciación; lo mismo, mutatis mutandis, podría decirse de la música. El contexto de Kuleshov de Strasnoy parece ser doble:
hay un trabajo concienzudo sobre la recurrencia (de hecho una escucha ligera
podría encontrarla repetitiva), pero también hay una referencia a la tradición
de un género –el que combina piano y orquesta- que desde Mozart se ha explotado
de múltiples maneras, sin agotarse. La obra alterna velocidades y colores, a la
vez que rebosa sugestiones, suspiros, humor, inflexiones que todos tenemos en
la oreja y que aquí se vuelven música; encontramos en algunos compases desde la
placidez de Rachmaninov (sin su opulencia) hasta la rítmica del jazz, y en general una libertad rapsódica ejercida
en un solo segmento, herencia romántica. Marcelo Balat expuso su parte con
toque claro, seguro y consistente con el enfoque global de la pieza; la
orquesta ad hoc bajo la guía de Pablo
Druker rindió eficazmente en los matices y efectos tímbricos a los que el autor
nos invita.
La
segunda parte incluyó otro estreno latinoamericano: el Concierto para violín y orquesta de György Ligeti. Obra ambiciosa y
extensa, fechada en 1992, sólo su desafiante e inclasificable lenguaje explica
que no se la asocie habitualmente con otros exponentes igualmente desafiantes que la precedieron: Sibelius, Brahms, Beethoven, entre ellos. El de Ligeti
tiene la impronta de los grandes conciertos, en cinco partes contrastantes, con
un eje formidable de donde agarrarse: el Aria
que abre la segunda parte, un espléndido cantabile
que D´Orazio expuso con singular limpieza y expresividad. El movimiento
viene precedido de un crescendo
inicial signado por la proliferación sonora, como si diera cuenta de que en la
música actual lo complejo y lo simple pueden convivir. En el tercer tiempo (Intermezzo) Ligeti interviene la
afinación convencional y apela a un gesto que signará el concierto desde ese momento hasta el
final: las interrupciones de la orquesta, mientras el violín desarrolla un
trémolo con valores muy breves y separados, una verdadera proeza que el solista
sostuvo sin renuncios. En algunos momentos el violín se asordina hasta perderse
en el silencio; en otros, los vientos y la percusión alcanzan una dinámica
vigorosa e impactante. Desopilante el aporte de las ocarinas, en una canción de
sirenas que parece venida de otro tiempo. Un mundo entero hay en esta obra de
Ligeti: son tantos sus rostros que nadie podría decidirse entre llamarlo
desfile o aquelarre, como tampoco nadie podría negar haber encontrado en esa
multitud un rostro amigo. Y todo eso gracias, una vez más, a la memoria.
Daniel Varacalli
Costas
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