Un concierto triplemente excelente
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Alejo Pérez. Serguei Rachmaninov: La isla de los muertos. Richard Strauss: Concierto para oboe en Re mayor. Solista: Néstor Garrote, oboe. Alexander von Zemlinsky: La sirena. Teatro Colón. Función del 13/5/22.
El quinto concierto de abono de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires prometía a priori ser un gran acontecimiento: por su director, por sus solistas y por las obras programadas. Conviene anticipar que efectivamente así fue.
Alejo
Pérez es uno de los más importantes directores argentinos, pero uno de los
pocos que ha logrado reconocimiento internacional. Seguimos su carrera desde su
faceta inicial de compositor y sus presentaciones en el subsuelo del Colón con
Ensambles XXI; luego como director sinfónico y al frente de las producciones de
Buenos Aires Lírica, hasta atesorar en el recuerdo la producción de Parsifal firmada por Marcelo Lombardero,
una de las más potentes experiencias operísticas de quien suscribe.
Hoy
Pérez dirige asiduamente en Europa, con especial preferencia por el repertorio
romántico tardío y por la ópera: sus últimos compromisos incluyeron La guerra y la Paz en Ginebra y Carmen en la Ópera de Viena. Claro que
todo esto merece confirmarse con la oreja y la vista, y lo oído y vivido el
viernes pasado en el Colón así lo acredita.
En
términos generales, la Filarmónica se oyó como una orquesta de nivel
internacional, bien ensamblada, con un sonido mórbido en los metales y
transparente en maderas y cuerdas, realzado por la ubicación de las violas a la
derecha del podio, y con una potencia expresiva que, apoyada en el carácter de
las partituras elegidas, emanó sin duda del comprometido enfoque de quien
ocupaba el atril directorial.
El
programa estuvo bien estructurado. Dos obras crepusculares: el poema sinfónico La isla de los muertos de Rachmaninov y La sirena de Zemlinsky, de 1908 y 1905
respectivamente, abrieron y cerraron el concierto con total coherencia. En
medio de ellos, la obra tardía de un maestro de esa época -Richard Strauss-,
con su Concierto para oboe de 1945,
partitura que, más que por la fecha de creación, se distingue de las otras dos
por ser música sin un explícito contenido referencial, a diferencia del
“programa” que inspira a sus compañeras.
Néstor
Garrote es oboe solista de la Filarmónica de Buenos Aires, un músico de invaluable
experiencia, puesta aquí al servicio de una obra exigente. En manos de Garrote
fluyó amablemente, como sin duda quería su autor, tanto en el difícil comienzo,
como en un momento especialmente destacable: el final del segundo movimiento -y
transición hacia el tercero-, con la línea solista jalonada por pizzicatos y
pausas, una escena casi operística donde el oboe canta y conduce hacia un final
no exento de matices y sorpresas.
El
concierto abrió con La isla de los
muertos, el poema sinfónico de Rachmaninov inspirado en una pintura de
Arnold Böcklin, quien también supo despertar cuatro intensas imágenes sonoras
en Max Reger. Desde sus figuras ascendentes en las cuerdas graves, hasta su
clímax y la cita del Dies Irae antes
de la cíclica resolución final, la interpretación balanceó nitidez con
profundidad, evitando el excesivo trazo grueso con que a veces se la vulgariza,
pero al mismo tiempo sin escatimar densidades.
Algo
similar puede decirse de la pieza “de fondo”, el poema sinfónico en tres
movimientos de Zemlinsky del que no tenemos noticia de que se haya interpretado
previamente en nuestro país. Se trata de una obra que sigue con elocuencia el
programa sobre el que se vertebra la historia popularizada por Andersen y que
culmina con la conversión del mítico personaje en “hija del aire”.
Como
es habitual en Zemlinksy (que lamentablemente se toca menos que lo deseable) su
escritura orquestal es un compendio de sabiduría –manejo de intensidades,
colores, recursos en general, como la inclusión del violín solista-, al mismo
tiempo que sintetiza todo el saber de su tiempo: La sirena es straussiana, mahleriana, wagneriana, ¡hasta
bruckneriana en el segundo movimiento! Es un viaje sonoro impresionante por su
riqueza, que sorprende por su apego a la historia: seguramente este rasgo le
hizo sentir a su autor que era una obra “arcaica” y retirarla de catálogo. Su
redescubrimiento en la década de los ’80, tras considerarse perdida, llevó a
que volviera a sonar en salas de concierto con justificada repercusión.
Alejo
Pérez y la Filarmónica porteña brillaron en una noche que renueva las
esperanzas en las reservas de capacidad de nuestra sociedad. El público
respondió con un entusiasmo genuino, en una ovación que pareció reconocer la
altura de la empresa acometida.
Daniel Varacalli
Costas
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