Música para disipar nieblas

Manfredo Kraemer dirige la Sinfónica Nacional en Haydn, mientras Daniel Robuschi ejecuta el solo del Andante.

Orquesta Sinfónica Nacional. Director: Manfredo Kraemer. Programa: Suite No. 3 en re mayor, BWV 1068, de Johann Sebastian Bach. Sinfonía No. 1 en Re mayor, de Carl Philipp Emanuel Bach. Sinfonía  No. 103 en Mi bemol mayor, “Redoble de timbal”, de Joseph Haydn. Función del 6/7/22. Centro Cultural Kirchner.

Felizmente, se llevó a cabo el concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigido por Manfredo Kraemer, que había sido suspendido por el fallecimiento, en la misma platea y durante el ensayo general, del músico Gerardo García. Fue el verdadero homenaje que merecía el cornista, de larga trayectoria en la agrupación, que partió con la música de Bach en los oídos y fue emotivamente recordado por una compañera antes del comienzo de la función.

El programa tuvo características excepcionales: las orquestas sinfónicas, modeladas bajo el imperio de la estética del siglo XIX y comienzos del XX, raramente adaptan sus recursos para interpretar música barroca o clásica. No se trata, como ya dejó sentado el historicismo, de que la cuestión dependa exclusivamente del tipo de instrumentos que se utilicen, sino del reaprendizaje de un estilo que la tradición romántica hizo casi desaparecer. El problema no es menor si se tiene en cuenta que buena parte de la mejor música fue escrita en el siglo XVIII, periodo que se reparte en partes casi iguales entre el Barroco tardío y el Clasicismo musical.

Manfredo Kraemer es uno de los más importantes referentes del movimiento historicista, de larga trayectoria internacional, lo que no lo hizo olvidar de su país ni mucho menos de la Córdoba donde se formó y donde por años realizó el festival “Camino de las Estancias”. El programa del concierto que aquí propuso para la Sinfónica Nacional estuvo inteligentemente estructurado en tres peldaños: la síntesis del barroco, representada en Bach; la transición del estilo galante y el proto-romanticismo del Sturm und Drang, a través de uno de los hijos de Bach –Carl Philipp Emanuel- y una de las cumbres del estilo clásico: el sinfonismo de Haydn.

La Suite No. 3 de Bach fue guiada por Kraemer, ejecutando su violín desde una plataforma elevada. En esta obra, la cantidad de músicos fue adecuadamente reducida, especialmente en la famosa Aria, donde se la oyó desde los atriles solistas, ya redimida de los numerosos arreglos que la hicieron famosa. Faltaron la Gavota I y su alternativa, por razones que desconozco (sigue sin entregarse programa de mano ni realizarse anuncios); hubo clave, en manos de Federico Ciancio. Si bien la Sinfónica se oyó de manera estilísticamente adecuada, el violín de Kraemer pareció traccionar con cierto esfuerzo al resto de los músicos hacia su propio sonido y acentuación.

La Sinfonía en Re mayor de C.P.E. Bach es una genialidad. Por rara coincidencia fue también interpretada este año por la Orquesta Académica del Instituto del Colón. Su espíritu es de irreprimible empuje, y de una tensión permanente de sus moldes formales. Kraemer la dirigió, ya sin su instrumento, destacando los efectos estereofónicos al ubicar las cuerdas agudas a un lado y otro del podio. La obra sonó rutilante, acariciando el esplendor que insinúa a cada compás.

El plato fuerte fue la Sinfonía No. 103 de Haydn, que integra la última serie de sinfonías londinenses. Obra de plena madurez, requirió una plantilla ya más completa, con maderas, metales y percusión. Llamada “Redoble de timbal” (Paukenwirbel), el rótulo se justifica por el extraño comienzo, que habitualmente se interpreta como un inquietante redoble a bajo volumen, que crece y decrece en intensidad, seguido de una frase que cita de modo bastante explícito el Dies Irae. El segmento resulta enigmático por su carácter, así como por el jubiloso Allegro con spirito que le sigue, y también por reaparecer, contra los cánones habituales, en medio de él, de manera literal. Siempre me gustó pensar que el episodio funciona como un memento mori (la muerte siempre está, y aunque se la olvida fácilmente puede reaparecer en medio del jolgorio existencial). En el concepto de Kraemer (acaso siguiendo alguna edición alternativa), el redoble en pp se convierte en una llamada de gran potencia, que bien puede ser el inicio de una procesión fúnebre o un golpe de atención (más un Paukenschlag que un Paukenwirbel). Aunque no se lo suele ejecutar de ese modo, representa otra manera de resolver el “enigma” haydiano. Lo que siguió fue estupendo: la Sinfónica logró empatizar con el estilo clásico, logrando sonar con sus instrumentos “modernos” como una orquesta históricamente informada, pero con importante volumen sonoro. La presencia de Daniel Robuschi en el primer atril, especialmente en el solo del Andante, mostró la eficacia de una guía diestra para las cuerdas desde ese lugar vital; también se destacaron los cornos.

Como nunca, en este caso quedó demostrada la importancia de la preparación y del concepto musical del director más que la inmediatez de la gestualidad durante el concierto. Kraemer no dirige de manera ortodoxa, no marca los compases ni las entradas como uno podría esperar de un enfoque “académico”: antes bien, describe grandes arcos de tensión y acierta siempre con los acentos, los sforzandi y las marcaciones de fraseo y articulación que resultan definitorias en esta música.

Fue, en suma, el mejor homenaje a un músico que partió, y otro tanto para los oyentes en esa caliginosa noche de miércoles, que cobró luz al calor de algunas de las partituras mejor escritas de toda la tradición musical de Occidente.

Daniel Varacalli Costas

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