Música para disipar nieblas
Orquesta Sinfónica Nacional. Director: Manfredo Kraemer. Programa: Suite No. 3 en re mayor, BWV 1068, de Johann Sebastian Bach. Sinfonía No. 1 en Re mayor, de Carl Philipp Emanuel Bach. Sinfonía No. 103 en Mi bemol mayor, “Redoble de timbal”, de Joseph Haydn. Función del 6/7/22. Centro Cultural Kirchner.
Felizmente,
se llevó a cabo el concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigido por
Manfredo Kraemer, que había sido suspendido por el fallecimiento, en la misma
platea y durante el ensayo general, del músico Gerardo García. Fue el verdadero
homenaje que merecía el cornista, de larga trayectoria en la agrupación, que partió
con la música de Bach en los oídos y fue emotivamente recordado por una
compañera antes del comienzo de la función.
El
programa tuvo características excepcionales: las orquestas sinfónicas,
modeladas bajo el imperio de la estética del siglo XIX y comienzos del XX,
raramente adaptan sus recursos para interpretar música barroca o clásica. No se
trata, como ya dejó sentado el historicismo, de que la cuestión dependa exclusivamente
del tipo de instrumentos que se utilicen, sino del reaprendizaje de un estilo
que la tradición romántica hizo casi desaparecer. El problema no es menor si
se tiene en cuenta que buena parte de la mejor música fue escrita en el siglo
XVIII, periodo que se reparte en partes casi iguales entre el Barroco tardío y
el Clasicismo musical.
Manfredo
Kraemer es uno de los más importantes referentes del movimiento historicista,
de larga trayectoria internacional, lo que no lo hizo olvidar de su país ni
mucho menos de la Córdoba donde se formó y donde por años realizó el festival “Camino
de las Estancias”. El programa del concierto que aquí propuso para la Sinfónica Nacional estuvo inteligentemente estructurado en tres peldaños: la síntesis del barroco, representada en Bach; la
transición del estilo galante y el proto-romanticismo del Sturm und Drang, a
través de uno de los hijos de Bach –Carl Philipp Emanuel- y una de las cumbres
del estilo clásico: el sinfonismo de Haydn.
La
Suite No. 3 de Bach fue guiada por Kraemer,
ejecutando su violín desde una plataforma elevada. En esta obra, la cantidad de
músicos fue adecuadamente reducida, especialmente en la famosa Aria, donde se
la oyó desde los atriles solistas, ya redimida de los numerosos arreglos que la
hicieron famosa. Faltaron la Gavota I y su alternativa, por razones que
desconozco (sigue sin entregarse programa de mano ni realizarse anuncios); hubo
clave, en manos de Federico Ciancio. Si bien la Sinfónica se oyó de manera estilísticamente
adecuada, el violín de Kraemer pareció traccionar con cierto esfuerzo al resto
de los músicos hacia su propio sonido y acentuación.
La
Sinfonía en Re mayor de C.P.E. Bach es una genialidad. Por rara coincidencia
fue también interpretada este año por la Orquesta Académica del Instituto del
Colón. Su espíritu es de irreprimible empuje, y de una tensión permanente de
sus moldes formales. Kraemer la dirigió, ya sin su instrumento, destacando los
efectos estereofónicos al ubicar las cuerdas agudas a un lado y otro del podio. La obra sonó rutilante, acariciando el esplendor que insinúa a cada
compás.
El
plato fuerte fue la Sinfonía No. 103
de Haydn, que integra la última serie de sinfonías londinenses. Obra de plena
madurez, requirió una plantilla ya más completa, con maderas, metales y
percusión. Llamada “Redoble de timbal” (Paukenwirbel),
el rótulo se justifica por el extraño comienzo, que habitualmente se interpreta
como un inquietante redoble a bajo volumen, que crece y decrece en intensidad,
seguido de una frase que cita de modo bastante explícito el Dies Irae. El segmento resulta
enigmático por su carácter, así como por el jubiloso Allegro con spirito que le sigue, y también por reaparecer, contra
los cánones habituales, en medio de él, de manera literal. Siempre me gustó
pensar que el episodio funciona como un memento mori (la muerte siempre está,
y aunque se la olvida fácilmente puede reaparecer en medio del jolgorio
existencial). En el concepto de Kraemer (acaso siguiendo alguna edición alternativa), el redoble en pp se convierte en una llamada de gran potencia, que bien puede ser
el inicio de una procesión fúnebre o un golpe de atención (más un Paukenschlag que un Paukenwirbel). Aunque no se lo suele ejecutar de ese modo, representa
otra manera de resolver el “enigma” haydiano. Lo que siguió fue estupendo: la
Sinfónica logró empatizar con el estilo clásico, logrando sonar con sus
instrumentos “modernos” como una orquesta históricamente informada, pero con
importante volumen sonoro. La presencia de Daniel Robuschi en el primer atril, especialmente
en el solo del Andante, mostró la
eficacia de una guía diestra para las cuerdas desde ese lugar vital; también se
destacaron los cornos.
Como
nunca, en este caso quedó demostrada la importancia de la preparación y del
concepto musical del director más que la inmediatez de la gestualidad durante
el concierto. Kraemer no dirige de manera ortodoxa, no marca los compases ni las
entradas como uno podría esperar de un enfoque “académico”: antes bien,
describe grandes arcos de tensión y acierta siempre con los acentos, los sforzandi y las marcaciones de fraseo y
articulación que resultan definitorias en esta música.
Fue,
en suma, el mejor homenaje a un músico que partió, y otro tanto para los
oyentes en esa caliginosa noche de miércoles, que cobró luz al calor de algunas
de las partituras mejor escritas de toda la tradición musical de Occidente.
Daniel Varacalli
Costas
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