El estilo es el hombre

Nelson Goerner, piano. Programa: Frédéric Chopin: Balada No. 1 en Sol menor, Op. 23. Balada No. 2 en Fa mayor, Op. 38. Balada No. 3 en La bemol mayor, Op. 47. Balada No. 4 en Fa menor, Op. 52. Claude Debussy: Estampes (Pagodes, La soirée dans Grenade, Jardins sous la pluie). Isaac Albéniz: Iberia (Cuaderno IV: Málaga, Jerez, Eritaña). Teatro Colón. Función del 5/9/2022.

Nelson Goerner, en plena inspiración. Foto: Liliana Morsia / Gentileza Prensa Mozarteum Argentino

Hay algo que hermana al creador con el intérprete: lo que ambos producen es una emanación perfecta de su personalidad. Se trata de un hecho que se presenta como misterioso, y aunque bien podría tener una explicación científica, la inmediatez con que se comunica nos exime de cualquier teoría. Con razón Unamuno decía preferir un libro que hablara como un hombre a un hombre que hablase como un libro. En realidad, siempre funciona así; llevado a otro plano, el estilo es el hombre.

Hace muchos años que asisto a recitales de Nelson Goerner. Antes de escucharlo por primera vez, hará más de 25 años, lo entrevisté brevemente. La experiencia indicó que la impresión recibida por mí en aquel único testimonio personal se hizo presente cada vez que lo escuché tocar el piano. La razón es simple: todo lo que producimos somos nosotros: individuos, o sea, algo que no puede dividirse.

El recital ofrecido por Nelson Goerner para este ciclo del 70º aniversario del Mozarteum Argentino confirmó una vez más esa percepción, personal pero no por eso intransferible. Yo la llamaría, provisionalmente, la “paradoja Goerner”. El pianista sampedrino tiene, en mi mirada, dos aspectos que, tomados aisladamente, podrían ser los polos de un oxímoron. Goerner es un virtuoso del piano, de máximo nivel internacional. A menudo se dice que luego de Argerich y Barenboim, Goerner es el pianista argentino más importante. Pero de inmediato se percibe que ese ranking, por más bienintencionado que sea (y relativo como todos los rankings, al que podríamos sumar varios otros nombres), no tiene nada que ver con su personalidad. Porque Goerner, a la par de un virtuoso, es un artista reflexivo, profundo, pero también introvertido. ¿Cómo conciliar en una misma persona la brillantez y la introspección? Acaso sea esta dicotomía la que hace del pianista un intérprete único. Porque lo dicho se puede escuchar en su manera de hacer música, como dos capas de un rico palimpsesto vital.

El recital ofrecido supuso un nivel de dificultad en el repertorio (y hasta en los bises) de por sí poco frecuente. Para afrontar esta selección, Goerner dispone de un timón certero: gobierna todos los recursos de su instrumento, haciendo que lo difícil parezca fácil; quizás de allí el mentado parangón con Argerich. Pero aquí termina el paralelo: lo que en Argerich es lúdico, en Goerner es un asunto depurado y serio.

Hubo en el recital una clara progresión. Su abordaje de las cuatro baladas de Chopin en la primera parte se oyó como altamente personal: el dominio maestro de las dinámicas fue en paralelo con aceleraciones y disminuciones de la velocidad y un fraseo inevitablemente subjetivo, que se detiene en los pasajes suaves y arremete en los crescendi. Goerner asumió una narrativa propia, aunque hay muchas maneras de narrar estas baladas de literaria inspiración, a menudo más objetivas y menos interiores, quedando la cuestión en la preferencia del oyente.

La segunda parte instaló un clima casi ineluctable. Las Estampas de Debussy escalaron todos los matices necesarios hasta deslumbrar en Jardines bajo la lluvia con un preciosismo merced al cual los dedos se deslizaban por el teclado con la ligereza y la transparencia de una garúa. Las tres piezas del cuarto cuaderno de Iberia de Albéniz sorprendieron por la jerarquía con que fueron servidas, sin advertirse nunca la lucha contra la dificultad. Se oyó una precisa mano izquierda en Jerez, y una claridad inhabitual en Eritaña.

Los tres bises parecieron parte de esa progresión de la que hablábamos más arriba. Un lírico Intermezzo de Brahms, desgranado con delicadeza suprema; un virtuoso Estudio de Chopin, casi un paseo musical, y una arrolladora Rapsodia húngara de Liszt sellaron un recital de alta pasión, pero profunda interioridad, como el corolario de un teorema que a priori podría pensarse imposible de demostrar.

Daniel Varacalli Costas

 

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