La magia del control total
Yuja Wang, piano. Orquesta de Cámara Mahler. Obertura “Coriolano”, de Ludwig van Beethoven. Concierto para piano y orquesta no. 2 en Fa menor, de Frédéric Chopin. Concierto en Mi bemol mayor “Dumbarton Oaks”, de Igor Stravinski. Concierto para piano no. 1 en Si bemol menor, Op. 23, de Piotr Ilich Chaikovski. Teatro Colón. Función del 14/6/2025.
Esta tercera actuación de la pianista china Yuja Wang (Pekín, 1987) en el Teatro Colón vino precedida de una profunda expectativa. La artista se encuentra en un momento de centralidad en el escenario pianístico del planeta (ya no de Occidente) y se presenta como parte de una gira con una agrupación musical de alta jerarquía fundada por Claudio Abbado en 1997: la Orquesta de Cámara Mahler.
Toda
apreciación de un concierto de Wang merece distinguir dos planos: una cosa es
el producto Yuja Wang, su forma de mostrarse, sus audaces vestidos y tacones,
su forma abrupta de inclinarse para saludar, su gestualidad, y muy otra es su
rendimiento musical. Aunque en el estado actual de las cosas, el producto puede resultar el necesario estímulo para ir a un concierto de música clásica y al mismo tiempo condicionar su percepción (en general los productos exitosos generan actitudes reverenciales), en este caso alcanza con cerrar
los ojos y escuchar.
Claro
está que aun cerrando los ojos es imposible desprenderse de todos los
condicionamientos. A quien esto escribe, la noticia de que el programa original
del concierto había sido alterado le pareció en algún punto decepcionante. Aunque
heterodoxa, la idea original del concierto comprendía dos partes: una
claramente neoclásica, con el “Dumbarton Oaks” de Stravinski y el estreno local
del Concierto para piano no. 4 de
Nikolai Kapustin, un compositor ruso que fusionó el jazz con las formas
clásicas, y otra romántica, con la Obertura
“Coriolano” de Beethoven y el Concierto
para piano no. 1 de Chaikovski. El haber reemplazado el Kapustin por el
segundo Concierto de Chopin –decisión
que afectó todas las funciones de la gira, hasta donde se sabe-, desbalanceó un
programa que prometía un recorrido inteligente y original.
Aun
así, con dos conciertos románticos a bordo, es preciso, una vez más, cerrar los
ojos y escuchar. Y sin duda la evidencia es que Yuja Wang es una pianista
virtuosa en toda la extensión del término, capaz de las escalas más claras y veloces,
pero también de las más evanescentes sutilezas. Su técnica le permite controlar
totalmente el teclado para hacer con él que lo que desea. Y aquí una vez más se
abre la alternativa del juicio: no siempre lo que Wang desea es lo que más
sirve a la obra, ni tampoco a la tradición interpretativa que conlleva,
ni siquiera siempre a extraer de ella sus máximas posibilidades expresivas. Por
otra parte, tampoco se puede conformar siempre a todo el mundo, salvo, claro está, a
quien ya está conforme de antemano.
Para
lograr este objetivo de control absoluto del resultado musical, tratándose,
como en este caso, de un programa de obras concertantes y no de un recital
solista, Wang necesita contar con un organismo a su medida. Y la Orquesta de
Cámara Mahler parece haber aceptado ese desafío. En su acompañamiento de los
conciertos, tanto en Chopin como en Chaikovski, la orquesta, que actúa sin
director, se adapta como guante a la mano a la sonoridad de Wang: su sonido es
vaporoso, con beneficio para la escucha de las diversas voces, con crescendi que arrancan siempre de muy
abajo, describiendo amplios arcos dinámicos; en especial en el Chaikovski se
extrañó el sonido macizo en los acordes y la contundencia en los ataques que un
maestro con personalidad propia puede generar al frente de un grupo de músicos.
Los gestos de dirección que la pianista realiza en los momentos instrumentales
de los conciertos no parecen tener ninguna implicancia, más allá que la que
hace al espectáculo, o sea al producto: la fábrica musical ya ha sido urdida y
acordada de antemano, y en ella las hebras de la pianista constituyen el dibujo
fundamental de la guarda.
Es
curioso, porque la Orquesta Mahler tiene su personalidad (todos son europeos,
salvo un brasileño y un estadounidense en la sección de violas), y los ecos del
gran Abbado parecen seguir resonando: elegancia, fortaleza y cuidada
terminación de las frases en dosis equivalentes dejaron oírse en la interpretación
de “Coriolano” de Beethoven. En formato
reducido, el “Dumbarton Oaks”, con sus quince instrumentistas, fue uno de los
picos de la noche, por su escasa frecuentación, la claridad de las líneas y el
buen ensamble logrado. Stravinski, sin duda, estuvo allí.
En
el Concierto de Chaikovski, Wang puedo ejercer su estrategia en toda su amplitud:
sus rápidos y feroces acordes del comienzo, contra el famoso tema enunciado por
la orquesta con liviandad, se alternaron con toques de una ligereza tal que
construyeron una atmósfera cuasi impresionista para una obra caracterizada por
su desembozado romanticismo. Incluso el tutti previo a la coda final, fue ejecutado con inhabitual rapidez para no desplazar
nunca la atención de la pianista en favor de una melodía arrobadoramente
expuesta por la orquesta. El resultado fue un Chaikovski ultravirtuoso y
original, pero reñido con la tradición en este tipo de repertorio. Mutatis mutandis, tratándose de una obra
muy anterior y con una orquestación de por sí ligera, lo mismo podría decirse
de su Chopin.
Como
para compensar los cambios en el programa, Wang ofreció dos encores ante una sala previsiblemente
enardecida (y que permitieron explicar la presencia de una batería, tapada por
un paño a un costado del escenario durante la segunda parte del concierto). El
primero fue el movimiento final del Concierto
de no. 4 de Kapustin (¡eso sí fue un regalo!), y el segundo una versión muy
colorida del Danzón no. 2 de Arturo Márquez.
Entonces sí, como suele suceder, la fiesta fue total en sendas entregas de
orquesta y solista absolutamente compenetrados. La próxima vez, seguramente,
tendremos Libertango.
Daniel
Varacalli Costas
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