El juego de las diferencias

Los siete pecados capitales, de Kurt Weill. Reparto: Stephanie Wake-Edwards. Dominic Sedwick, Adam Gilbert, Egor Zhuravskii, Blaise Malaba, Hanna Rudd. El castillo de Barbazul, de Béla Bartók. Reparto: Károly Szemerédy, Rinat Shaham. Dirección musical: Jan Latham-Koenig. Directora de escena: Sophie Hunter. Escenografía y vestuario: Samuel Wyer. Diseño de videos: Nina Dunn. Iluminación: Jack Knowles. Coreografía: Ann Yee. Diseño sonoro: Nicolás Di Chiazza. Orquesta Estable del Teatro Colón. Teatro Colón. Función del 27/9/2022.


Marco visual de Los siete pecados capitales, firmado por Samuel Wyer, dirección escénica de Sophie Hunter. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC


Aunque a priori pueda parecer raro, por tratarse de obras muy disímiles, la dupla Los siete pecados capitales / El castillo de Barbazul propone un juego interesante de analogías y diferencias. Analogías curiosas, en tanto las dos partituras comparten la estructura de un prólogo, siete escenas y un epílogo, y algo difusamente una época de creación –la entreguerra- y una temática: la tenebrosa relación entre el goce y la muerte. Al mismo tiempo, no pueden ser más diferentes: el Weill puede oírse casi como una comedia musical, con números cerrados, melodía discontinua y un tono que, gracias a la pluma de Brecht, encara con ironía una crítica social demodé por donde se la mire (algo que se reitera en la moralista Mahagonny); el Bartók propone una continuidad dramático-musical casi sin fisuras, tan wagneriana como verista (¿por qué no?) y sin margen para el alivio, o sea asfixiante.

Ambas producciones, desde el punto de vista escenográfico (firmado por Samuel Wyer y Nina Dunn), se hicieron cargo de estas diferencias. Mientras en Los siete pecados… las proyecciones sobre el fondo fueron fragmentarias –fotografías que cobraban movimiento, los nombres de los pecados en inglés, en grandes letras rojas- y los elementos corpóreos mínimos –como la casita de Louisiana, en el final- en el Bartók una pupila omnipresente indicaba el valor de una mirada femenina que se obliga todo el tiempo a escotomizar el horror, sin conseguirlo.

La concepción escénica de Sophie Hunter lució acertada, con dinámicos movimientos de escena y una lograda integración de la “familia” que funge de corifeo en la pieza de Brecht, y un ominoso tratamiento de los símbolos en el relato de Perrault, actualizado por Béla Balázs a través del tamiz de una estética simbolista.

Sin demasiada sofisticación, la coreografía de Ann Yee se hizo presente en ambos títulos, más nutrida en el Weill, acotada a tres personajes que jalonan el final en el Bartók (¿los tres roles de la mujer para Freud?), a cargo de bailarines figurantes. Fueron éstos los únicos elementos locales, junto al diseño sonoro de Nicolás Di Chiazza, con que contó esta producción, adquirida directamente a una compañía presidida por el futuro director musical de la sala, un procedimiento llave en mano que remite a las primeras décadas de vida del teatro.

No en vano fue el maestro Jan Latham–Koenig una de las piezas clave de esta producción operística, que significó su regreso al foso del Colón luego de 18 años, cuando asumió la dirección de un inolvidable Diálogos de carmelitas. El maestro británico logró al frente de la Orquesta Estable una calidad interpretativa de altísimo nivel, bien trabajada en los detalles y con notable fuerza expresiva, quizás privando de alguna ligereza al Weill, pero definitivamente lograda en la rugosidad dramática del autor húngaro. Merece señalarse, sin embargo, el elevado volumen con que se oyó el aporte orquestal, excesivo para la acústica del Colón y definitivamente complicado para una buena audibilidad de los cantantes. El máximo desbalance tuvo lugar en El castillo…, en la parte de órgano, el cual, sumado al de la orquesta en los acordes, dejó en desventaja el plano vocal que, de por sí, careció del peso específico que exige una sala como la del primer coliseo porteño.

Se trató de una combinación que, al menos desde el centro de la platea donde se ubicó quien esto escribe, afectó principalmente a la partitura de Weill, a partir de una voz protagónica -Stephanie Wake-Edwards- poco audible en el centro, pero de buen peso en los graves. El resto del elenco no alcanzó una cota mayor de audibilidad. En cuanto al Bartók, se advirtió que tanto el Barbazul de Károly Szemerédy como la Judith de Rinat Shaham exhibían los registros adecuados para sus personajes, muy bien compuestos en líneas generales, pero sin la proyección vocal que exige el ámbito.

Rinat Shaham y Károly Szemerédy como Judith y Barbazul en la estremecedora única ópera de Bartók. Foto: Arnaldo Colombaroli / Gentileza Prensa TC


Nunca está demás reiterar que se trata de dos obras que pueden ser perfectamente interpretadas por artistas argentinos en todos los rubros, y de hecho lo han sido y en versiones que se guardan en la memoria (en particular El castillo… con Alejandra Malvino y Marcelo Lombardero).

Con todo, se trató de una función de la temporada lírica especialmente disfrutable, con dos títulos del siglo XX bien elegidos e interpretados, que miran hacia el presente y hacen desear otros que, definitivamente, miren hacia el futuro.

Daniel Varacalli Costas

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