“Entre nos..."
A estas alturas puede que en la Argentina no exista nadie que haya leído El Padrino (1969) antes de ver la saga de Francis Ford Coppola.
A lo largo de las 600
páginas que se escurren como agua, cómo no ver desfilar las caras de los
actores que quedaron firmemente asociados a sus personajes (el guión de la
primera parte del film se basa en la novela, que a su vez aportó a la segunda
lo relativo a la juventud de Don Vito Corleone). Sin embargo, al momento de la lectura, es
verdad que se trata de un condicionamiento.
Dado que la
versión cinematográfica es de las películas más vistas de todos los tiempos
-cuántas veces vi cada una de las tres partes, ni idea-, sabemos cómo empieza,
cómo sigue y cómo termina; bajo cierto criterio puede ser tremendo, pues atenta
contra ese ingrediente fundamental del suspenso que es la incertidumbre. Pero
como en definitiva se trata de una gran historia muy bien narrada, la atención
durante la lectura, con sus picos de alta tensión, no se ve afectada: saber no
nos impide dejarnos llevar; rara cualidad que poseen ciertos libros, como, por
ejemplo y ya que estamos, Dracula de Bram Stoker (también llevado al
cine por Coppola, entre sus casi incontables adaptaciones).
La nueva edición de El Padrino
de Mario Puzo (Nueva York, 1920-1999) rinde homenaje a los 50 años del estreno
de la primera parte de la saga. Gracias al cine -me resulta muy difícil, o
imposible, disociar el libro de un film cuyo guion también se debe a Puzo; se
ve que al editor le sucede lo mismo- conocemos alrededor de un 75% de la
novela. El 25% restante, que comprende, entre otros materiales, varias páginas
dedicadas al personaje de Johnny Fontane (cantante, actor y ahijado de Don
Corleone, que desde el vamos los espectadores identificaron con Frank Sinatra),
o a personajes secundarios como Lucy Mancini (la amante de Santino Corleone) o
Albert Neri (ex policía convertido en guardaespaldas de Michael Corleone), cuenta
con hallazgos sorprendentes. Entre ellos la descripción del clan Bocchicchio,
cuyos integrantes eran extremadamente brutos, aunque “…conocía(n) sus propias
limitaciones. Sus miembros tal vez carecieran de inteligencia, quizá fueran
demasiado primitivos, pero lo cierto es que sabían que no podían competir con
las otras Familias de la Mafia en la lucha por organizar y controlar negocios
más complicados que el de la basura (por ejemplo la prostitución, el juego, los
narcóticos o el fraude público” (…) “Un Bocchicchio nunca mentía, nunca cometía
una traición, sencillamente porque le resultaba demasiado complicado” (p. 378).
Una descripción imperdible, que sobresale entre una galería de personajes tan
extremos como bizarros y crueles, puestos al servicio de temidos hombres de
negocios, “hombres de respeto” o en otras palabras aristócratas del crimen, que
comparten el sentido del honor, el pacto de silencio (omertà) y la
tierra de origen, Sicilia.
Una vez independizada y unificada
Italia, la literatura de Giovanni Verga cumplió, a su manera, con la tarea de
mostrar Sicilia al resto de los italianos. En tal sentido la intención está muy
bien representada por los relatos Cavalleria rusticana -inspiradora de
la ópera homónima de Pietro Mascagni, la cual juega a su vez un importante
papel hacia el final de la tercera parte de la saga cinematográfica- y La
lupa -texto inspirador para una ópera de Puccini jamás compuesta-, ambos
reunidos en la antología Vita nei campi (1880). Señalan una tierra
exótica, violenta y alejada de lo que se define como la “civilización europea”,
con una población mayoritariamente rural -pescadores y montañeses- regida por
códigos tan firmes como cerrados, y un persistente hábito por resolver los
problemas mediante el asesinato, siempre en defensa del honor: la vendetta;
en su póstuma novela Il Gattopardo (1958), Giuseppe Tomasi di Lampedusa
-un príncipe siciliano- trata con irónico sentido del humor al personaje del
parlamentario turinés, que llega a Palermo para entrevistarse con el Príncipe
de Salina y que en todo momento delata un miedo tan exagerado como pueril, por
el solo hecho de encontrarse en esa tierra. Con el paso del tiempo, el producto
siciliano más difundido y de fuerte arraigo en el imaginario colectivo -además
del aceite de oliva, como si Sicilia no contase con un frondoso acervo cultural-
resultó ser la maffia, la cosa nostra, el crimen organizado bajo
ciertos códigos, que, sin abandonar su terruño, terminó por instalarse a sus
anchas en los Estados Unidos. A muchos les resultan familiares los nombres de
Lucky Luciano, John Gotti, Bernardo Provenzano, Costello, Gambino o Bonanno. En
el cine y en la literatura popular -sus principales difusores- los miembros de
la maffia fueron mostrados como verdaderos emisarios del infierno -pensemos
en The public enemy de William Wellman, de 1931, Scarface de
Howard Hawks, de 1932, o la serie Los intocables, filmada entre 1959 y
1963-, hasta la llegada de Mario Puzo, que planteó las cosas de manera nunca leída,
o vista, hasta ese momento.
La gran novedad
introducida por el escritor fue mostrar por dentro y libre de maniqueísmos una
poderosísima familia del hampa, de rasgos muy humanos y fuertes vínculos, cuyos
miembros, como suele corresponder a algunos personajes de hondo calado, son
víctimas de sus pactos y de ese destino fatal que eligieron labrarse -si es que
a los hombres les corresponde alguna participación en la forja de su propio
destino, yo pienso que sí-; sin El Padrino, The Sopranos de David
Chase (1999-2007) sería impensable. Queda más que claro que la razón de ser de
la maffia se debió a la necesidad de los campesinos pobres de enfrentar
los abusos de los poderosos, al extremo de crear un fuerte sistema paralelo
regido por sus propias reglas, que no es más que una réplica del sistema
capitalista que en su caso funciona por afuera de la ley: una paliza equivale a
una carta documento, un asesinato a un embargo o una condena a prisión, y el
gran motor no es otro que la acumulación de riqueza y poder; el código de
silencio, el “entre nos” de los hombres al frente de las familias -los “Dones”-
y sus subordinados -capos y soldados-, es férreo y quebrarlo puede ser la peor
de las traiciones. Si bien gran parte de la novela transcurre en los Estados
Uidos -Nueva York, Las Vegas-, el capítulo del ocultamiento de Michael Corleone
tras haber asesinado a Sollozzo y al capitán McCluskey se desarrolla en las
montañas de Sicilia.
A estas alturas y sin
temor a exagerar, El Padrino, un Long Seller imperecedero, es en
todo su derecho un clásico de la literatura popular, con sus frases ágiles y sin
rodeos -de a ratos la escritura se acerca a lo periodístico-, sus oraciones
cortas y la profusión de ciertas expresiones -“Le ofreceré un trato que no
podrá rechazar”, la preferida de Don Vito Corleone- y términos -consigliere,
caporegime, omertà, lupara- que rápidamente se hicieron
famosos a lo largo del mundo. Hasta el último de los personajes secundarios
está colocado para indicar el funcionamiento de las famiglie y sus
minuciosos mecanismos. Pero más allá del fenómeno editorial en sí, y del estilo
narrativo, se trata de una de las tragedias más difundidas e impactantes de
nuestro tiempo, que no deja de cautivar a un público que le guarda una
fidelidad de medio siglo. Un público que, hecho bastante sorprendente, llega a
identificarse con esos criminales, tan bien trazados, que nos exponen los más
diversos aspectos de sus vidas al servicio del poder, bajo el signo de la
violencia y de la muerte.
Claudio Ratier
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