Los melómanos somos malómanos
Cada vez que se anuncia una película que trata sobre el mundo de la música clásica o de la ópera, los melómanos temblamos. La probabilidad de que la historia contenga errores burdos o ingenuidades atroces es altísima, pero no, como suele pensarse, porque esa parcela del quehacer artístico tenga especificidades de las que otras carezcan: de hecho es tan específica como el ajedrez, los ferrocarriles o la política, pero cierto imaginario social las exagera. Pensemos en la irritación que generaría una película sobre fútbol en la que los jugadores metieran goles en offside, con la mano, o simplemente en contra porque les da pena el rival. Sin embargo, en las películas sobre música los errores son tan divertidos que hasta irritan.
Curiosamente no es este el caso de Tár, donde ciertas sinuosidades de ese mundo están demasiado bien reflejadas, salvo por la gestualidad de la actriz-directora, que da algo bastante parecido a la vergüenza ajena. En todo caso, intenta reflejar esa idolatría por la emoción, bajo cuyo influjo mucha gente llega a pensar que la música es una actividad mágica, sin conexión alguna con horas de estudio, técnica, disciplina y dedicación.
Lo que comienza irritando de la cinta protagonizada por Cate Blanchett es un comienzo anti-cinematográfico, un extenso reportaje
público a la protagonista que no ahorra ningún lugar común para alguien
mínimamente iniciado, pero que revela la intención del realizador de mostrar un
nivel de sofisticación y egolatría muy afín a la idea del trillado elitismo que
tanto acompleja a esta forma de arte, hoy día ni más ni menos elitista que
cualquier otra.
Es en este aspecto de Tár en el que vale la pena centrarse y efectuar comparaciones,
porque el otro –el de su crítica a ciertas herramientas de las políticas de
género- es tan obvio que no merece comentario.
Si de comparaciones se trata, vale la pena comentar
las viñetas musicales de Argentina 1985.
El personaje de Strassera, apenas comenzada la cinta, va escuchando Wagner en
su auto: primero un pasaje de transición del Idilio de Sigfrido, luego la obertura de Tannhäuser. Tannhäuser
retornará, y uno podría imaginar un final triunfante con esa música, pero no.
Apenas comienza la historia del fiscal comprometido con la democracia, la
música de Wagner desaparece para nunca más aparecer. Como si su condición de
melómano perteneciera a esa prehistoria tenebrosa, incompatible con su
redención posterior. Aunque algún comentarista habla de “arias”, no hay un solo
compás cantado de ópera en toda Argentina
1985.
Sí lo hay, en cambio, en la escena de apertura de Animal, de Armando Bó Jr., film en el que Guillermo Francella encarna a un adinerado burgués que debe realizarse un trasplante de riñón. El comienzo, que lo muestra en su confortable residencia, en contraste con el tugurio donde vive la pareja de marginales a la que terminará recurriendo para conseguir el órgano, está ilustrado musicalmente por el aria “Ruhe sanft, mein foldes Leben”, una suerte de canción de cuna del infrecuente -e inconcluso- singspiel Zaide de Mozart.
Una mirada aun más descalificadora podemos encontrarla en Relatos salvajes, de manera casi subliminal. En el episodio que protagoniza Oscar Martínez –para mi gusto el más logrado del film en cuanto retrato de una mente perversa- el empresario cuyo hijo mata con su auto, desesperado por salvar su imagen, se recluye en su cuarto para tramar su plan mientras ve –y escucha- un video con la Obertura trágica de Brahms.
Con otro anclaje totalmente distinto, la música clásica aparece muy bien representada y sin los habituales prejuicios en Los Fabelman, la sensible última película de Steven Spielberg, retrato de su propia infancia e iniciación en el oficio del cine. Los avatares de una singular familia judía cobran una dimensión de inefable sutileza gracias a la música, apoyada en una madre que se presenta como una pianista frustrada por su condición de esposa y ama de casa, pero que toca Beethoven o Bach como Ingrid Haebler o Clara Haskil. Si le perdonamos al realizador esta exageración con la que acaso quiso poner de relieve las dotes de su propia progenitora –y hacernos sentir culpa por el desperdicio-, el espectador puede pasársela bien durante dos horas y media recostándose en algunas de las mejores músicas que se hayan escrito. Impagable la larga escena ilustrada con el movimiento lento del Concierto para oboe de Marcello transcripto por Bach, al que con mi mujer nos costó reconocer porque lo teníamos más en el oído con el sonido del oboe que con el color de un piano actual.
El ejemplo de Spielberg quizás sirva para reflexionar
sobre la naturalidad con que algunas culturas llegan a tomar la música, sin los
insoportables aditamentos de “clásica” o “académica”, producto del complejo de
las dirigencias que parecen querer culparla de la desigualdad social o del
elitismo que ellas mismas sostienen y profesan. Da gusto escuchar así la banda
de sonido de una película, sin costosas alusiones como en las anteriores cintas
que se citan más arriba.
Volviendo a Tár,
no era necesario apelar al comienzo de la Quinta
de Mahler ni a su Adagietto para
marcar la distancia entre una supuesta torre de marfil y la cultura marginal
que corona el final de la historia (spoiler
alert!). Se trata de otras voces y otros ámbitos que merecen tanto respeto como el anterior,
pero que son funcionales para sostener la diferencia entre el primer mundo -tan sofisticado que se
atreve a cuestionar a Bach por cristiano, blanco y patriarcal, desde un lugar
de esnobismo y altanería insoportables- y los márgenes del planisferio que
nosotros habitamos.
De nuevo, no es este el punto fuerte de Tár, sino el invitar a considerar naturalmente la música como producto
de años de pensamiento y sensibilidad humanas, y no como elemento de distinción
social. Por lo demás, acaso Tár, con
su final irónico sobre la cuestión de género, sólo sirva para explicarnos por
qué tenemos hoy a Charles Dutoit dirigiendo Mahler en La Rural para celebrar los
cuarenta años de la democracia argentina.
Daniel
Varacalli Costas
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