Lo mismo, pero distinto
La flauta mágica. Singspiel en dos actos de Wolfgang Amadeus Mozart. Libreto de Emanunel Schikaneder. Director musical: Marcelo Ayub. Dirección de escena: Barrie Kosky, Suzanne Andrade. Repositor: Esteban Muñoz. Animación: Paul Barritt. Escenografía y vesutario: Esther Bialas. Dramaturgia: Ulrich Lenz. Producción de la Komische Oper Berlin. Reparto: Juan Francisco Gatell, Hera Hyesang Park, Alejandro Spies, Lucas Debevec Meyer, Laura Pisani, Iván Maier, Laura Polverini, Eugenia Coronel Bugnon, Daniela Prado, Nazareth Aufe, Mario De Salvo, Celeste Usciatti, Vera Scattini, Adam D’Onofrio. Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Teatro Colón. Función del 10/5/2023.
La
decisión de reseñar el elenco alternativo (a menudo no cubierto por la crítica)
generó que antes de escribir esta reseña circularan innumerables opiniones en
torno a la producción, todas las cuales, más allá de su cariz, en principio
dejan en claro una cosa: que los aspectos visuales predominaron en el interés del
público por sobre los musicales y específicamente vocales.
A
fin de balancear esta lógica, se impone primero referirse a esos rubros que
parecen haber quedado relegados y que resultan esenciales a la ópera como
género. La dirección musical, a cargo de Marcelo Ayub, reconocido preparador y
acompañante de cantantes de ya extensa carrera en el teatro, resultó eficaz,
sin tomar partido, como suele suceder en este tipo de obras, entre posturas más
vinculadas con el historicismo o con visiones más “tradicionales”; en ese
sentido puede decirse que estilísticamente redundó en un abordaje más bien
neutro, sin que esto constituya necesariamente una desventaja. El Coro Estable,
bajo la dirección de Miguel Martínez, ubicado en ocasiones en los palcos avant scene y en el foso, y en otras
interno, cumplió destacadamente su labor.
En
la función que se reseña, los cantantes fueron casi exclusivamente nacionales, con
excepción de Hera Hyesang Park. La surcoreana, en el papel de Pamina, reveló un
tipo de voz adecuada para su personaje, de sutil expresividad y cuidada
emisión. Sin embargo, casi lo mismo podría decirse en líneas generales del
resto del elenco, que funcionó de manera homogénea, una virtud en un título en
el que no hay roles protagónicos sino un entramado horizontal de voces que
deben funcionar cada una en sus propios límites y al servicio de una totalidad.
El platense Juan Francisco Gatell, de interesante carrera internacional,
concibió un Tamino inobjetable, bien audible y sensible; a Laura Pisani se la
oyó segura, potente y sin renuncios como Reina de la Noche; Lucas Debevec fue
un Sarastro que superó sus ya conocidas interpretaciones previas de este
personaje, luciendo una voz más franca y consolidada; Iván Maier cumplió
adecuadamente en el Monostatos, sin cargar las tintas en su faceta de rol
característico; bien ensambladas y cantadas las partes de las damas, los genios
y los hombres de la armadura. Para el final dejamos al Papageno de Alejandro
Spies y la Papagena de Ana Sampedro. Ambos fueron excelentes en su desempeño
vocal, pero se vieron limitados en sus habituales –y esperables- capacidades histriónicas, debido a las necesidades de la puesta, el dispositivo escénico y
la supresión de los diálogos y su reemplazo por pantallas reminiscentes del
cine mudo, incluso por su curiosa musicalización con otras piezas para teclado del
mismo Mozart (tocadas aquí en piano por Iván Rutkauskas).
Es
a partir de estas limitaciones (que en mayor o menor medida afectaron la
teatralidad de un singspiel) que se
puede evaluar con cierta distancia crítica la propuesta que Barrie Kosky y Suzanne
Andrade concibieron para la Komische Oper de Berlín (sala que por su tradición y
dimensiones no es homóloga del Colón). La sustitución de escenografías
corpóreas por proyecciones no es en sí nada reprochable, mucho menos cuando el
planteo –como en esta Flauta mágica- exhibe dos puntos fuertes incuestionables:
coherencia y creatividad. La interacción de los personajes con las proyecciones
suponen el cruce de dos mundos –el teatral y el audiovisual- y un desafío para
los cantantes, que se incrementa por tener que desempeñarse sobre plataformas a
una apreciable altura y asegurados por arneses. La profusión de imágenes que
van dando forma a esta concepción, la mayoría tributarias del mundo del cine, la
animación y la historieta, no plantean ceñirse a una estética determinada;
trasuntan por el contrario un interesante ejercicio de libertad creativa
(trasladado también al vestuario y la caracterización), en el que conviven
guiños a épocas muy diversas, desde el peinado à la Louise Brooks, el tributo de Papageno a Buster Keaton o la
estética de Coraline de la Reina de la Noche, entre decenas de otros que
escaparán –o no- a la percepción de cada cual. No hay épocas fijas ni estéticas
puras, ni siquiera en las tipografías y los marcos elegidos para las pantallas
que sustituyen los diálogos, sino un eclecticismo muy bien llevado que en líneas
generales logró cautivar al público por su eficacia.
Ahora
bien, la clave de esta eficacia estriba lisa y llanamente en llevarse puesto al
teatro musical mediante un componente visual de vertiginosa edición y poderosa
pregnancia. Los tiempos audiovisuales no son los de la ópera, así como los del
cine y los de la historieta no son los de la novela ni los del cuento, y no es
sólo una cuestión de velocidad, sino también de densidades. Es así como en este
caso la música y el canto pasan a un total segundo plano: del mismo modo que podría
haberse escuchado una grabación de la banda sonora y el espectáculo habría
seguido teniendo sentido (incluso el orador reemplazado por un interno
microfoneado es un atisbo de esto), mientras que nada de esta experiencia quedaría
en pie para los que siguieron la ópera en una transmisión radial. Al mismo tiempo también sufre el teatro, dado que la mayor energía de los cantantes está puesta en interactuar con las proyecciones antes que en componer sus personajes
a la manera de la ópera: con la voz y la máscara, más que con el movimiento y
el gesto.
Es sabido que la declinación de la ópera como arte popular y centro de la vida social se debió a la aparición del cine y sus palacios racionalistas luego de la Gran Guerra. Ahora que los palacios del cine han desaparecido (no así los fastuosos templos de la ópera, quién lo diría) y que el rodaje de un film pasó a ser más oneroso que una producción de ópera, lo audiovisual parece venir al rescate de aquella vieja deuda. Aunque sea bienvenida la incorporación de nuevos públicos y el entusiasmo que genera lo tecnológico, siempre conviene prestar atención a qué precio se paga por una bocanada de aire fresco: esta Flauta Mágica está justo en el límite de convertirse en otra cosa, aunque parezca la misma.
Daniel Varacalli Costas
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