La fuerza del pasado
La carrera del libertino,
de Igor Stravinski. Libreto de Wystan Auden
y Chester Kallman. Dirección musical: Charles Dutoit. Dirección de escena:
Alfredo Arias. Escenografía: Julia Freid. Vestuario: Julio Suárez. Iluminación:
Matías Sendón. Reparto: Ben Bliss, Christopher Purves, Andrea Carroll, Patricia
Bardon, Hernán Iturralde, Alejandra Malvino, Darío Schmunck, Alejandro Spies. Orquesta
Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel
Martínez. Teatro Colón. Función del 23/7/2023.
Si
no fuera por estar insinuándose una nueva Edad Media, sería difícil no percibir
como una antigualla la única ópera propiamente dicha de Igor Stravinski. En su
testimonio sobre la gestación de esta obra, inspirada en grabados del inglés
William Hogarth de la primera mitad del siglo XVIII, el compositor, lúcido como
siempre, plantea que Rake’s Progress
fue concebida para el debate periodístico (sic) acerca de la validez de su
enfoque y elección, así como de su condición de imitador. En relación al segundo
punto (variante del planteo verdiano de que mirar al pasado constituye un progreso), Stravinski difiere la respuesta a la experiencia de la escucha;
en cuanto al tópico y su manera de encararlo, en cambio, nada dice.
Uno estaría legitimado, entonces, a preguntarse dónde quedó ese autor que unos 35 años antes había creado La consagración de la primavera y conmovido los pilares de la tradición musical, anche coreográfica a niveles de escándalo. La respuesta está en el mismo Stravinski, cuya identidad se construyó a partir de sus contradicciones: un artista revolucionario que supo ser fascista (de hecho fue periodísticamente demolido en su primera visita a la Argentina en 1936 por sus declaraciones a favor de Mussolini y en contra de la democracia), un hombre que buscaba ámbitos de libertad para sí mismo al mismo tiempo que era sumisamente religioso. Eso explica, acaso, su preferencia en su única ópera (anticipada en La historia del soldado) por la obsesión cristiana por la sexualidad, la mortificación del cuerpo y la necesidad de redención, o la reducción de la moral al campo sexual. Eso puede explicar también que en 1947, a dos años de haber terminado una conflagración donde el nazismo liquidó millones de personas, Stalin ya había hecho lo propio en la tierra natal del autor y su país de adopción arrojó dos bombas atómicas, el tema que elija Stravinski (considerado entonces el compositor más influyente del mundo) sea el de la redención del “libertino”. Eso puede explicar finalmente que este título haya vuelto a escena de la mano de dos viejos lobos de mar, el director musical y el de escena, incluyendo por parte de éste último una apostilla en el programa de mano que parece escrita por un monje de El nombre de la rosa.
Consecuente
con este enfoque, Arias ubica la acción en un escenario único: un teatro
anatómico, algo que menciona en su apostilla pero que casi nadie conoce y que
hubiera merecido una explicación. Así se denominó en Europa a partir del siglo
XVI a los ámbitos donde se diseccionaban los cadáveres para estudiar anatomía,
mientras los alumnos se ubicaban en gradas espiraladas para tomar las lecciones
alejados de los miasmas. A partir de este modelo, Arias y su escenógrafa Julia Freid conciben una
sala cuadrada de madera clara, perfectamente simétrica, presidida por un reloj
y una camilla, pero ocupada en casi todo su volumen por dos sectores de gradas
jalonadas por cinco tiras de pasamanos, un objeto tan rígido e inamovible que
en nada se condice con las posibilidades escénicas del siglo XXI y que obliga a
mantener el mismo marco visual durante tres horas. La variedad viene dada por
el recurso de jugar con la iluminación, muy bien lograda por Matías Sendón. El
vestuario de Julio Suárez también aporta variedad al bodoque mediante escenas
de sorprendente colorido y creatividad, como la que evoca La
lección de anatomía de Rembrandt. Reforzando la idea de teatro dentro del
teatro, con la utilización del telón (generando incluso un falso final para chasco de los
apurados de siempre), Arias se atreve a un cameo antes del único intervalo (en
medio del segundo acto, igual que la división del compact disc).
Bien
decía el mismo Stravinski que Rake’s
Progress era más fácil de lograr en lo musical que en lo escénico, pues para
lo primero contaba con una tradición súper probada, con Gluck a la cabeza
quien, dicho sea de paso, sabía hacerlo mejor. Las dos versiones previas en
Buenos Aires (Colón, 2001, con el mismo Arias en la puesta y dirección de Stefan
Lano; Buenos Aires Lírica, 2009, estupenda producción de Marcelo Lombardero y
dirección de Alejo Pérez) enfrentaron el mismo dilema. Charles Dutoit dirigió
la Orquesta Estable logrando la indispensable transparencia sin mengua de la
fuerza ni del color; conoce a fondo la partitura y los diversos estilos de su
autor y saber sacarles el jugo. El volumen al comienzo pudo afectar la amalgama y la proyección de algunas voces en una sala tan grande como el Colón, tales
los casos de Andrea Carroll (Anne Trulove) y Patricia Bardon (Baba la Turca),
por lo demás excelentes cantantes. Con todo, lucieron más las voces masculinas,
comenzando por la de Christopher Purves (Nick Shadow), acaso el papel más logrado
en cuanto al balance de canto y actuación; casi al mismo nivel podría ubicarse
al Tom Rakewell de Ben Bliss, un tenor claro que encontró el estilo justo para
el neoclasicismo stravinskiano. Los elementos locales demostraron estar a la
altura de los internacionales, en particular Alejandra Malvino (Mamá Oca) y
Hernán Iturralde (Trulove), a quienes perfectamente imaginamos en los roles principales
de su cuerda; correctos Darío Schmunck (Sellem) y Alejandro Spies (Guardia). Estupendas
las participaciones del Coro Estable, dirigido por Miguel Martínez, apoyadas además
en un logrado manejo de su presencia en escena.
En
el balance, este Rake’s Progress
tiene en su haber una excelente interpretación desde lo musical en toda la
línea, incluyendo no sólo el aspecto orquestal sino un elenco vocal homogéneo y
sin fisuras relevantes; en lo teatral, acaso Arias en esta segunda propuesta para
el Colón no haya logrado su propósito de ir más allá de la anécdota y poner de
relieve la inteligencia de su planteo, sujeto a una escenografía rígida y a un medio
ambiente donde la fábula –lo menos interesante de la ópera- vuelve a cobrar actualidad
porque, a menudo y respondiendo el planteo de Verdi/Stravinski, mirar al pasado,
lejos de constituir un progreso, es pura y simple regresión.
Daniel Varacalli
Costas
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