Con austeridad suiza

Orquesta Sinfónica de Lucerna. Director: Michael Sanderling. Obertura de “Egmont”, Op. 84 No. 1, de Ludwig van Beethoven. Concierto para violonchelo y orquesta en La menor, Op. 129, de Robert Schumann. Solista: Steven Isserlis, violonchelo. Sinfonía No. 5 en Do menor, Op. 67 de Ludwig van Beethoven. Mozarteum Argentino. Teatro Colón. Función del 28/8/2023.

 

Michael Sanderling al frente de la Sinfónica de Lucerna, en el Teatro Colón, para el Mozarteum Argentino. Foto: Liliana Morsia / Gentileza Prensa MA

Gracias al Mozarteum Argentino, la Orquesta Sinfónica de Lucerna es –hasta donde se sabe- la única sinfónica extranjera que ha venido –y vendrá- esta temporada a nuestro país. El contraste con épocas pasadas es notorio, y el motivo no es falta de vocación ni de público, sino la feroz caída de la moneda nacional que nos coloca a quienes trabajamos en la Argentina en un lugar marginal del planeta en términos de ingresos genuinos. Así y todo, el Mozarteum ha logrado mantener una temporada de alto nivel y sostenido interés, más allá de las opiniones de apreciación puramente musical que caben en una crítica.

La sinfónica más antigua de Suiza –distinta de la veraniega del Festival de Lucerna, cuyas actuaciones con Abbado quedaron ampliamente registradas- llegó bajo la flamante gestión en el podio de Michael Sanderling, quien nos visitó hace cinco años con la Filarmónica de Dresde, también gracias a los buenos oficios del Mozarteum. Michael es hijo del célebre director Kurt Sanderling, un caso curioso de un artista judío que escapó del nazismo para refugiarse en la Unión Soviética, donde pudo desarrollar su carrera y trabar amistad, entre otros, con Shostakovich, para regresar a Occidente luego de la caída del comunismo y morir casi centenario. Su otro hijo, Stefan, hermano de Michael, también es director de orquesta, con carrera en Estados Unidos y últimamente en Lichtenstein. Curiosamente, esta prosapia pareció pasar más bien inadvertida.

Sanderling es un director de gesto amplio pero austero, y puede decirse que transmite ese carácter a los músicos que tocan bajo su guía. Ya desde la obertura de Egmont se advirtió que el binomio Lucerna / Sanderling exhibe claros y sombras para gusto de quien escribe: es una orquesta virtuosa, de buen ensamble, esmerado trabajo, pero al mismo tiempo carece de un sonido interesante, suntuoso, así como de un fraseo comunicativo. Las cuerdas, pese a la distribución estereofónica de los violines, suenan prietas en los acordes y delgadas en las grandes líneas, rasgo que puede interpretarse como austeridad o lisa y llana sequedad. Por otra parte, se nota que Sanderling ha trabajado ciertos aspectos interpretativos que suenan caprichosos confrontados con lo escrito, y esto vale tanto para el Egmont como para la Quinta Sinfonía de Beethoven: extrema las dinámicas indicando pianos súbitos o exagerados antes de los crescendi (recurso válido, pero que debe sonar natural, no forzado), termina las frases con notas que suenan más breves o en diminuendo, y en el caso de la famosa Sinfonía en Do menor, llamó la atención la práctica inobservancia de los calderones, junto a pausas exageradas, todo lo cual es tributario probablemente de un particular criterio historicista (tendencia tan amplia en decisiones interpretativas) que llevadas a una orquesta de instrumentos modernos no termina de convencer. Todo ello no implica que lo señalado no sea producto de un detallado trabajo con los músicos; la cuestión no es ésa, sino si ese trabajo redunda en una interpretación más cálida, elocuente o por lo menos válida confrontada con la partitura.

La obra solista estuvo asignada al violonchelista británico Steven Isserlis, uno de los grandes intérpretes de este instrumento (curiosamente, Sanderling también es chelista). Entre ambos ofrecieron una obra tan bella como compleja –el Concierto Op. 129 de Schumann-, cuya escritura, que se inscribe en la etapa tardía del compositor, no cede a su empedernido romanticismo. Isserlis, virtuoso innegable de amplia carrera internacional, exhibió un sonido de escaso volumen para el Colón, un enfoque –tomo el preciso adjetivo esgrimido por un compañero de platea- lánguido, al que sumaría una buena dosis de arbitrariedad, que en el balance limó las aristas románticas para acercarla a un enfoque en ocasiones atmosférico y en general introvertido, remarcado por una gestualidad corporal del solista rayana en el éxtasis.

Steven Isserlis y Michael Sanderling al frente de la Orquesta de Lucerna, en el Concierto para violonchelo de Robert Schumann. Foto: Liliana Morsia  Gentileza Prensa Mozarteum Argentino

Un comentario adicional merece el programa elegido: salvo, quizás, por el Concierto de Schumann, no demasiado frecuente, se trató de un repertorio convencional que difícilmente pueda justificarse en el siglo XXI. Casi como guionados, Isserlis ofreció el consabido Bach de encore (una Zarabanda) y Sanderling la Marcha húngara No. 5 de Brahms. Cuando todo parecía concluir en este horizonte de total previsibilidad, la segunda obra fuera de programa, el “Nimrod” de las Variaciones Enigma de Elgar, fue, a gusto de quien firma, lo mejor de todo el concierto. Interpretado sin elongaciones innecesarias, muy lejos de los deliquios bernsteinianos, aquí la austeridad sirvió bien a la obra; lo literal puso de relieve la elocuencia de lo escrito sin énfasis innecesarios y con áureo sentido de las proporciones.

Daniel Varacalli Costas

 

 

 

Comentarios

  1. Termino de leer el comentario y me sale una sonrisa por lo barroco e intrincado del lenguaje utilizado en el mismo. Me encantó lo de "empedernido romanticismo de Schumann". ¿A qué se referirá, a la armonía, a la complejidad en el desarrollo temático? Chi lo sa.

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