Música en estado puro
András Schiff, piano. Obras de Johann Sebastian Bach, Franz Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven, anunciadas por el intérprete. Teatro Colón. Función del 4/9/23.
Disfrutar de casi dos horas y media de la mejor música para piano, interpretada por uno de
los pianistas más importantes del mundo, es, para quienes amamos la música, un
privilegio. Eso, así de simple y así de complejo, es lo que ofreció el húngaro
András Schiff la noche del lunes en el Teatro Colón. Es la cuarta vez que se
presenta en esta sala (recuerdo de manera indeleble su primer Libro de El clave bien temperado, una Sonata No. 30 de Beethoven) y en cada
presentación lo hemos visto con la misma técnica extraordinaria, pero con un creciente nivel de maduración que al día de hoy parece rayar en el ascetismo, en una
profunda depuración interior.
Increíblemente,
acabamos de disfrutar la última entrega del festival Argerich, y es fácil advertir
cómo dos colosos del teclado pueden al mismo tiempo ser tan distintos, como lo
son tantos otros pasados, presentes y futuros. Ese es precisamente uno de los
rasgos que definen la actividad artística: no hay una manera de hacerlo, hay
tantas como artistas, y los pocos que superan ciertos límites para acceder a un
estadio superior son a su vez más diferentes entre sí que quienes discurren en
una digna corrección.
Este
concierto de Schiff, además, tuvo un aditamento especial: el repertorio no se
anunció con precisión, sino solo los autores, inclusive en el mismo programa de
mano. Fue el mismo Schiff quien, fiel a uno de los procedimientos que habla de
su autenticidad, presentó cada una de las obras, micrófono en mano, a través de comentarios tan sucintos como medulares. También en este detalle –no marginal,
sino acaso, esencial a la propuesta- Schiff terminó de completarse como
artista: no pertenece a esa mayoría que larga su parrafada en inglés, dando por
descontada la colonización de nuestra lengua. En Schiff prima el respeto, la
consideración, y eso se traspasa a su arte. Luego de dar las gracias en español,
el pianista se disculpó por no hablar nuestro idioma y consultó al público si prefería
el inglés o el italiano. Pero la decisión ya estaba tomada –“Estamos en un
teatro”, dijo, para después manifestar sentirse honrado de tocar en el Colón- y
su italiano sonó tan cercano que nadie pudo dejar de entenderlo. Fue una
suerte, porque su anuncio de las obras no tuvo desperdicio. Presentó a Bach
como el más grande compositor del pasado, llamó a Haydn –a quien considera con
razón subvalorado- "filósofo" (como una de sus sinfonías), y a Mozart " poeta".
Durante el intervalo, hubo algunas apuestas acerca de qué partituras de Beethoven
interpretaría; las bases estaban dadas por la primera parte, un bosque donde descansa a la sombra de la fantasía, o de la mano de una cierta libertad de formas con que
el intérprete señala su personalísmo camino.
Schiff
rompió el hielo con el Aria de las Variaciones
Goldberg de Bach, desgranada con sutil sensibilidad. Desde ese momento
quedó en claro hacia dónde va el artista: un enfoque introspectivo, acentuado
por su figura anticipadamente provecta (cumple 70 años el próximo 21 de diciembre), de
toque absolutamente controlado, una mano izquierda de una claridad apabullante,
la ausencia de brillos innecesarios, una fortaleza que nunca viene del golpe
sino de una solidez interior. Luego del Capriccio
sopra la lontananza del suo fratello dilettissimo, Schiff comparó con el
teclado, con un didactismo incuestionable, el tema de La ofrenda musical con el comienzo de una de las dos fantasías en
Do menor que escribió Mozart (la K. 475), parentesco que determinó la escucha
de esta pieza a la luz del Ricercare a
tres de Bach, cuyas voces pocas veces lograron sonar con tamañas claridad y
elocuencia.
El
final de la primera parte estuvo generosamente dedicado a Haydn con su Sonata en Do menor (la No. 20, de 1770),
para algunos musicólogos (y también para el pianista) la primera especialmente
pensada para el pianoforte, seguida de sus Variaciones
de 1793. En ambas obras, los matices dinámicos no dejan duda de su concepción
pianística; Schiff profundizó en esos claroscuros con una riqueza que nimbó a
esas obras de una atmósfera particularmente expresiva, casi romántica.
La
segunda parte estuvo, como se dijo, dedicada a Beethoven, y las elecciones de
Schiff (aunque bien podrían haber sido otras) se vivieron como un lógico
corolario de las premisas puestas antes del intervalo, tales son la persuasión
y la consistencia de los programas que el pianista construye. Las Bagatellas Op. 126 fueron ejecutadas sin
solución de continuidad, dando a estas piezas de forma sencilla una suerte
de inusitada unidad. A continuación, la Sonata
“Waldstein” fue sencillamente una proeza. Se trata de una de las obras más
difíciles de toda la literatura para piano, y sus escollos no sólo son técnicos
sino también de orden interpretativo. Puede tocarse de una sola pieza, pese a
sus tres movimientos; su material es austero (tributario de Haydn por su
monotematismo) y a partir de esa economía se despliega toda su riqueza. En manos
de Schiff los complejos matices dinámicos, las escalas, la rítmica, los
desafíos para ambas manos fluyeron con una energía sabiamente dosificada, con
un control invisible que se percibe como entera naturalidad.
Fuera
de programa, Schiff ofreció una Melodía
húngara de Schubert y el primer movimiento de la Sonata “Facile” de Mozart. Fue un concierto de esos que se
recordarán de por vida, uno de esos fenómenos de lo humano que, en palabras de
Alberto Moravia, no son menos misteriosos que los de la Naturaleza.
Daniel Varacalli
Costas
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