Sonidos desesperados

Felicidad. Ópera de cámara de Marcos Franciosi, sobre el cuento “Mujeres desesperadas” de Samanta Schweblin. Libreto de Marcos Franciosi y Walter Jakob. Dirección musical: Valeria Martinelli. Dirección de escena: Julián Garcés. Escenografía: Diego Cirulli. Video: Juan Bautista Selva. Vestuario: Mariana Seropián. Iluminación: Verónica Alcoba. Reparto: Natalia Salardino, Graciela Oddone, Alicia Martínez, María Inés Aldaburu, Martín Brunetti. Centro de Experimentación del Teatro Colón. Función del 1/9/2023.

 

Graciela Oddone (Nené) y Natalia Salardino (Felicidad): dos actuaciones vibrantes en la ópera de cámara de Marcos Franciosi en el CETC. Foto: Máximo Parpagnoli / Gentileza Prensa TC

La tendencia de realizar obras de teatro musical (escribo la perífrasis deliberadamente en lugar de “ópera”), basadas en textos literarios de escritores argentinos, despierta un lógico interés. La cultura no es una sumatoria de compartimentos estancos, sino un sistema de vasos comunicantes que se enriquecen cuando la savia creativa pasa por ellos. La experimentación es el terreno en el que suelen ubicarse estas invenciones, más teñidas de actualidad que de tradición, y en el Centro que el Teatro Colón destina a estas empresas ya hubo antecedentes importantes: baste mencionar en 2015 El limonero real, de Ezequiel Menalled, basada en la obra maestra de Juan José Saer. Para el año que viene ya tiene reservado un lugar Ariana Harwicz, mientras que esta temporada es Samanta Schweblin quien aporta la base narrativa a una partitura de Marcos Franciosi.

No se sabe si Schweblin vio alguna vez Giselle, pero la historia que relata en “Mujeres desesperadas” funciona como una actualización de la leyenda germánica de las willis, la misma que describió Heinrich Heine y que inspiró el célebre ballet romántico con música de Adolphe Adam, además de la primera ópera de Puccini. En esa historia, las mujeres abandonadas por los hombres mueren y pasan a habitar un mundo fantasmal donde se transforman en willis, espectros que –liderados por una veterana en la materia- se vengan de los hombres. En Felicidad, el ambiente no es la Selva Negra sino una desolada ruta que podríamos imaginar en la pampa argentina, y los tutús del segundo acto del ballet son vestidos de novia, igualmente blancos y fantasmales; también en ambas hay un hombre que se salva, aunque por distintos motivos. Es curioso, porque no parece haber ningún propósito en esta obra de Franciosi / Schweblin de conectarse con esa tradición, y sin embargo al mismo tiempo esa conexión se hace presente. La lectura del cuento ayuda a comprender este relato más bien lineal que en la ópera se desagrega con la ayuda de una constelación de sonidos e imágenes, como una suerte de palimpsesto.

Por lo demás, Felicidad no comparte con la tradición operística ni el formato teatral a la italiana, ni la orquestación, ni la estructura del libreto ni el reparto de voces. La música requiere un orgánico reducido (cuatro saxos, trompeta, violonchelo, percusión y una “voz instrumental”), así como sonidos generados y grabados de diversa índole (por ejemplo, el arranque de un auto); aquí la presencia de la tecnología resulta esencial al discurso sonoro. La dirección musical de Valeria Martinelli se reveló atenta y precisa en la complejidad de un espacio dispuesto de manera no convencional.

La encrucijada a la que el abandono somete a las novias conforme al dispositivo escenográfico de Diego Cirulli montado en el CETC. Foto: Máximo Parpagnoli / Gentileza Prensa TC

El tratamiento de la voz lírica por el compositor aparece como extremo (no tanto por tesitura como por volumen y reiteración), aunque alternado con la palabra hablada y la pura actuación. En el primer rubro, tanto Natalia Salardino en el protagónico, como Alicia Martínez, cumplieron acabadamente con sus esforzados papeles, mientras Graciela Oddone aportó toda su experiencia y su máscara al aquelarre; por su parte, como actriz descolló María Inés Aldaburu, la “vieja”, con un decir genuinamente amenazante. El clima de esta fusión de sonidos, voces e imágenes proyectadas a puro vértigo es el de la desesperación al que alude el título original de Schweblin; bastan un par de segundos para que el espectador se dé cuenta de la dimensión irónica de la “felicidad” del título, mérito al que no es ajena la concepción de Julián Garcés. Un dispositivo escenográfico central, concebido como un cuerpo geométrico de varias caras revestido de tules en los que se proyectan inquietantes imágenes, permite el cruce de las múltiples novias, cuyos vestidos blancos semejan mortajas. A lo largo de algo más de una hora, las voces de las jóvenes esposas y las admoniciones de la vieja despechada van urdiendo una suerte de letanía a la que sólo cabría reprocharle su intensidad, capaz de cansar los oídos en poco tiempo. El necesario contraste llega, tal vez, tardíamente, cuando en la resolución de la trama la historia se invierte: un hombre es quien baja del auto para ir al baño y es él quien resulta abandonado. Allí, cuando la flamante esposa admite que en realidad nunca quiso a su marido, la música asume por primera vez, apoyada en la calidez de los saxos, un tono más lírico, un necesario sosiego.

Como toda obra contemporánea, Felicidad dispara reflexiones a distintos niveles, más allá del desenlace de la historia, que no corresponde revelar aquí y que se comprende mejor en el cuento que en la propuesta representada. Se trata de una experiencia sonora y visual más bien límite, tanto en su faz musical y vocal como en su tratamiento teatral, cuyo contacto con el viejo tópico de la mujer abandonada (del que Madama Butterfly quizás sea su máximo exponente en ópera) es una vuelta más de tuerca a un oscuro lugar del que el género femenino no parece terminar de desprenderse.

Daniel Varacalli Costas

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