Una viuda casi alegre
La viuda alegre. Opereta en tres actos de Franz Lehár. Libreto de Victor Léon y Leo Stein. Director musical: Jan Latham-Koenig. Director de escena: Damiano Micheletto. Escenografía: Paolo Fantin. Vestuario: Carla Teti. Iluminación: Alessandro Carletti. Coreografía: Chiara Vecchi. Reparto: Carla Filipcic-Holm, Rafael Fingerlos, Franz Hawlata, Ruth Iniesta, Galeano Salas, Alejandra Malvino; Mariana Rewerski, Cintia Velázquez, Carlos Ullán, Cristian Maldonado, Sebastián Angulegui, Sebastián Sorarrain, Alejo Álvarez Castillo, Carlos Kaspar. Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Teatro Colón. Función del 26/9/2023.
Bien
aclaraba Chesterton que divertido es lo contrario de aburrido, no de serio. Porque
La viuda alegre, la gran opereta alemana
de la Belle Époque que galvanizó los
públicos de los primeros años del siglo XX, debe, naturalmente, ser algo
divertido, y eso es asunto serio. Tanto es así que la opereta pasó a ser un
arte difícil. Las razones abundan pero pueden reducirse a dos: primero, se
trata de un género muy idiomático, casi folklórico, y esto vale tanto para la
interpretación musical, incluido el canto, como para la dicción, la danza y la
actuación. Segundo, el humor envejece mucho más rápido que lo trágico:
habitualmente está atado a guiños, retruécanos, a las coyunturas y la idiosincrasia
de una sociedad. Aunque se trate de tradiciones difíciles de resucitar, el
Colón acertó en esta temporada con Viva
la mamma!, Il campanello e Il turco
en Italia, excelentes trabajos en todos los frentes. Claro que la
italianidad y sus códigos nos resultan cercanos en este rincón del mundo; otra
cosa es la comicidad de cuño germano, y la gracia casi ingenua de los
austriacos, algo que al latino de hoy le pasa bastante por el costado. Por
esto, es una energía especial la que requiere despertar al menos sonrisas
genuinas en el ciudadano contemporáneo, que quiere –y cree- estar de vuelta de
todo.
Esta
nueva producción de La viuda alegre,
a cargo –paradójicamente- de un equipo de italianos encabezado por Damiano Micheletto,
no logró subirse del todo a la ligereza, la gracia y el brillo de la comedia
musicalizada por Lehár, y buena parte de los elementos musicales fueron afectados
por este enfoque. La puesta traslada la época de la Belle Époque, tan asociada al art
nouveau, a un momento entre fines de los años ’40 y ’50 y al art déco; la acción sucede en el hall y luego en las oficinas de un banco;
la casa de Hanna con su jardín es un club con una banda de música y un escenario flanqueado por las imágenes
de Fred Astaire y Rita Hayworth; el Maxim brilla por su ausencia. La decisión
aparece como gratuita y la nota del régisseur
no aporta ningún fundamento. Se observó, eso sí, una tendencia a recurrir al
grotesco, a recursos trillados como subir a los cantantes a un sillón o a un
mostrador (algo que los seres humanos no solemos hacer) y una sobreexcitación
general que se aleja aun más del tipo de humor que exige la pieza. Por su
parte, la producción generó las previsibles inconsistencias entre las
situaciones y las palabras del libreto, así como entre la coreografía y la
música. Como aspectos positivos, hubo un colorido vestuario firmado por Carla
Teti, una iluminación lograda a cargo de Alessandro Carletti, una banda de
escena con piano, batería, mandolina y un bandoneón que generó un clima entre
nostálgico y distendido en el segundo acto, y los trucos de Njegus en el
proscenio, que aunque no del todo logrados fueron hilvanando la trama. La utilización, aunque sea
ocasional, de amplificación electrónica para algunas intervenciones del Barón
Zeta y el Conde Danilovich, sumada a que se escucharon los retornos en el
pasaje del vals, con sus solos de arcos, constituye un error garrafal, dado que
inmediatamente el oído tiende a considerar escaso el volumen del sonido acústico,
en perjuicio de los músicos y los mismos cantantes que, por añadidura, debían
moverse sin atender a la proyección de sus voces.
La dirección musical, a cargo del maestro Jan Latham-Keonig, resultó bien balanceada en volumen, pero algo falta del brillo y esa liviandad burbujeante que pide el título; hubo momentos líricos que se sintieron ralentados, como la canción de Vilya y también algunos problemas de concertación, que afectaron incluso al coro. El elenco vocal, en el contexto que se viene señalando, cumplió con lo justo. Muy buen nivel exhibió la pareja de la española de Ruth Iniesta (Valencienne) y el mexicano Galeano Salas (Camille); los protagónicos a cargo de Carla Filipcic y Rafael Fingerlos, en cambio, no lograron la misma química: a la soprano –una de las mejores de nuestro medio, sin duda alguna- se la oyó muy poco en la parte media y baja del registro, en un rol que por lo oído no era para su voz, mientras Fingerlos no logró componer un Conde convincente por medio de la actuación. El alemán Franz Hawlata como el Barón Zeta derrochó energía en escena, gracias al dominio del idioma y a una buena construcción de un personaje característico. El resto del elenco, con las intervenciones muy acotadas que les reserva la partitura, cumplió adecuadamente.
Lo
antedicho no significa que buena parte del público no haya disfrutado del
espectáculo; todo depende de las referencias y expectativas de cada uno. Quien
recuerde la ”Viudas” de 2001 con Frederica von Stade y Thomas Allen, o la de
2011, con una puesta y una dirección musical más idiomáticas (sin necesidad de
recurrir a las grabaciones de referencia, como las lideradas por Elisabeth
Schwarzkopf o Anneliese Rothenberger), podrá certificar, por si fuera necesario,
cómo la gracia, la picardía, el refinamiento de la buena vida y el savoir faire no son ingredientes que caracterizan
al mundo de hoy ni a las actuales generaciones, ni aquí ni en el declamado primer
mundo.
Daniel Varacalli
Costas
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