Canciones para una voz poderosa

Sonya Yoncheva, soprano. Malcolm Martineau, piano. Giacomo Puccini: Sole e amore. Terra e mare. Mentia l’avviso. Canto d’anime. Giuseppe Martucci: Al folto bosco, placida ombria. Francesco Paolo Tosti: L’ultimo bacio. Ideale. Giuseppe Verdi: In solitaria stanza. Ad una stella. L’esule. Giacomo Puccini: “Se come voi piccina”, de Le Villi. “Vissi d’arte” de Tosca. Isaac Albéniz. Tango en Re. Giacomo Puccini: “Donde lieta usci”, de La Bohème. “Un bel dì vedremo”, de Madama Butterfly. Teatro Colón. Función del 5/10/2023.

La soprano Sonya Yoncheva, despidiéndose de su primera presentación en el Teatro Colon. Foto: Arnaldo Colombaroli

Nacida en Plovdiv, Bulgaria, hace 41 años, Sonya Yoncheva es una de las sopranos de relevante carrera internacional que el Colón aún se debía conocer. Una larga travesía desde Tokyo la trajo a Buenos Aires, con el desafío del jetlag a flor de piel. En estos casos, el recurso del recital suele ser la alternativa más factible, dado que la agenda de estos artistas tan requeridos les complica participar del proceso de armado de una ópera en este rincón del mundo. Una pena, dado que desde las primeras notas que la garganta Yoncheva dejó oír en la sala de la calle Libertad se advirtió que el suyo es un temperamento netamente teatral.

El recital propuesto era breve –apenas algo más de una hora neta de música-, con predominio de piezas de Giacomo Puccini (acaso un anticipo del centenario de su muerte, que se conmemorará el año próximo) y en general, un tono ligero aunque no por ello menos interesante. Las piezas de circunstancia, como las canciones puccinianas en programa, junto a tres romanzas de Verdi, fincan su interés precisamente en estar en los márgenes de sus catálogos y, en algunas ocasiones, anticipar material temático que estos grandes músicos incluyeron luego en sus óperas. Vayan como ejemplos de Puccini “Mentia l’avviso”, que nos lleva de la mano a “Dona non vidi mai” de Manon Lescaut; “Sole e amore”, que hace lo propio con el cuarteto de La Bohème y, de Verdi, “In solitaria stanza” que anticipa sin esfuerzo “Tacea la notte…” de Il trovatore. Redoblando la apuesta por lo ligero, dos canciones de Tosti y el Tango de Albéniz (único número reservado al pianista) jalonaron esta breve seguidilla que hacia el final incluyó famosas arias de Puccini. Como aporte original quedó en solitario “Al folto bosco, placida ombría”, una canción de Giuseppe Martucci, el siempre interesante compositor romántico italiano, tan valorado por Toscanini.

En este marco programático, la Yoncheva acometió las cuatro canciones de Puccini que abrieron la velada casi como si estuviera en una producción operística, abandonándose a algunos excesos vocales que, sin embargo, dejaron en claro la jerarquía de su material. Comenzando por su importante volumen y siguiendo por un registro entero, capaz de pasearse por los extremos con facilidad, sin cargar las tintas demasiado en la zona media. Las romanzas exigían una pizca más de lirismo para una voz que sobrepasa ampliamente esta tipología. Sin embargo, ya en Martucci, especialmente en la hermosa melodía sobre las palabras “O dolce notte”, la cantante búlgara mostró una línea más acorde con la expresividad de los materiales elegidos; esta esperable moderación se hizo oír en el “Ideale” de Tosti, cuyo final en pianissimo demostró el total control que la soprano tiene de su instrumento.

Las romanzas de Verdi, escritas entre 1838 y 1845, son una prueba más de la austeridad clásica de este compositor romántico, a la par que permitieron advertir el peso específico y la calidad de los graves de Yoncheva, en particular al abordar “In solitaria stanza”.

En la segunda parte del recital, la cantante se movió ya en su terreno, que es el operístico; aun con ciertas elongaciones excesivas de las frases, se disfrutaron sus lecturas de “Vissi d’arte” y “Un bel dì vedremo”; fue original la inclusión de “Se come voi piccina” de Le villi, el primer título del compositor luqués, muy bien cantado y –sobre todo- actuado.

Un componente esencial de esta función fue el aporte del inglés Malcolm Martineau, avezado pianista acompañante, cuyo toque siempre medido logró expresar matices propios y seguir a una cantante que privilegia su perfil actoral y por lo tanto apela a menudo a tiempos flexibles. Con simpatía, Martineau la siguió luego en los bises –“O mio babbino caro” y la Habanera de Carmen-, mientras la soprano sumó a su histrionismo a Matías Fernández, encargado de pasar las partituras al pianista, antes de terminar melancólicamente con “Adieu notre petite table” de Manon, de Massenet.

Sonya Yoncheva se despidió en un muy buen español –respeto que siempre se agradece- y dejó abierta una puerta a su regreso, que ojalá sea en una producción lírica. Por lo demás, un público mermado no ayudó a redondear la acústica ni el marco artístico, pero supo manifestar su entusiasmo con corrección y algunos ramos de flores que la casa no proveyó. Una vez más se verifica que el hecho artístico es de ida y vuelta, una simbiosis que supone compromiso y devoción y que se concreta, siempre, en el punto de encuentro.

Daniel Varacalli Costas

 

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