Una distopía del presente

La ciudad ausente. Ópera en dos actos de Gerardo Gandini. Libreto de Ricardo Piglia. Dirección musical: Christian Baldini. Dirección de escena: Valentina Carrasco. Escenografía: Carles Berga. Vestuario: Luciana Gutman. Iluminación: Peter van Praet. Reparto: Oriana Favaro, Sebastián Sorarrain, Gustavo Gibert, Alejandro Spies, Andrés Cofré, Mairín Rodríguez, María Castillo de Lima, Constanza Díaz Falú, Mariano Fernández Bustinza, Iván Maier, Sebastián Martínez, Verónica Cano, Darío Leoncini, Laura Polverini, Analía Sánchez, Natacha Nocetti, Izumi Ishigaki, Selene Lara Iervasi, Cintia Velázquez. Teatro Colón. Función del 5-12-2023.

María Castillo de Lima (Lucia Joyce), una de las figuras del homogéneo elenco vocal de La ciudad ausente, de Gerardo Gandini. Foto: Arnaldo Colombaroli  -Gentileza Prensa TC

Si la realidad indica que la gran mayoría de las creaciones líricas contemporáneas nacen para caer en el olvido -injusto o no, es un tema aparte-, La ciudad ausente rompe con la regla. No es habitual que luego de su estreno en el Teatro Colón en 1995 haya conocido una reposición en 1997, seguida por la producción del Argentino de La Plata aún en vida de los autores (2011, la Biblioteca Nacional la editó en formato CD), para cerrar la actual temporada lírica del primer coliseo con esta nueva versión, a diez años de la muerte del compositor. Dos funciones que en cuanto a número dejan sabor a poco, porque la creación de Gerardo Gandini y Ricardo Piglia hubiese merecido ser incluida en los ciclos de abono.

La distopía es un concepto de la ciencia ficción que especula con la probabilidad del peor de los mundos posibles. No consiste en otra cosa que hablar del hoy mediante símbolos y metáforas, con el refuerzo del recurso de la hipérbole, herramienta que a menudo se queda corta cuando el futuro tan temido se hace presente. Si en esta sociedad en la cual el individuo medio ha perdido su capacidad de reflexión y se encuentra con que su pensamiento crítico ha sido reducido a su más raquítica forma (“el hombre solo cree en la televisión” dice uno de los personajes, cambiemos la última palabra por “pantallas”), La ciudad ausente, con prácticamente tres décadas de vida, es tan actual como al momento en que fue concebida. Con el agregado de que, en tiempos de incertidumbre y zozobra, encontramos en ella ecos y reflejos de nuestras angustias y temores. Pero la obra va más allá de su interpretación del mundo actual, porque su trama está recorrida por una concatenación de factores que trasciende las épocas: la evidencia de la inexorabilidad de la finitud, el olvido, la espera y la soledad. Aislado en esa soledad, el lenguaje resiste a un régimen totalitario que busca someterlo por completo, pero que a pesar de sus avances no termina de concretar su apropiación: las palabras tienen la suficiente astucia como para salvarse y llegar hasta nosotros, los espectadores, o, si prefieren, los receptores del mensaje de estos “dos solitarios”, tal como Pablo Gianera describe a los autores en su comentario al programa de mano.

El texto de Piglia para la ópera no consiste en una lineal adaptación de su novela homónima. Existen varios puntos de contacto, pero el libreto posee autonomía. Encontramos el tópico de la literatura que se refiere a sí misma -tema pigliesco, tema borgesco, tema cervantino-: Macedonio Fernández con su Museo de la novela de la eterna desempeña un papel fundamental en La ciudad ausente y constituye su razón de ser. También advertimos el empleo del metalenguaje con la inclusión de Lucia, la hija de James Joyce, bailarina profesional y diagnosticada con esquizofrenia. En la ópera, Lucia Joyce, devenida cantante, entona algún fragmento joyceano tomado de Finnegan’s Wake, quizás el texto en prosa más hermético jamás escrito. Y como estamos en el “museo de la novela” no falta la arltiana referencia a la flor metalizada de Remo Erdosain, “fabricada en Temperley”; o la función que cumplen las seis sopranos, en quienes vislumbramos una alusión a los orígenes de la literatura occidental: de enfermeras pasan a ménades -al final del primer acto despedazan al Dr. Jung- para luego devenir sirenas y hacerse oír por Macedonio, que aquí inevitablemente enlazamos con Odiseo, o Ulises en su forma latina.

A lo largo de una trama en la que se recurre al procedimiento de la “puesta en abismo”, esto es breves historias -microóperas, films- dentro de la historia grande, tampoco falta la música que se cita a sí misma, recurso frecuente en Gandini, aquí puesto en práctica mediante la inclusión de algunos ecos de La traviata, mechados con las citas de Joyce en la voz de Lucia. No es sino una combinación de rompecabezas con caja china, que esquiva la linealidad y en la que todo cierra en cada una de sus aristas, ángulos y recovecos.

Frente a la escasa información que desde hace años brindan los programas de mano, es justo evocar que en su estreno el 24 de octubre de 1995, La ciudad ausente fue interpretada en sus papeles principales por Graciela Oddone (Elena), Omar Carrión (Macedonio), Marcelo Lombardero (Russo), Víctor Torres (Junior), Carlos Sampedro (Fuyita), Virginia Correa Dupuy (Lucia Joyce), Osvaldo Peroni (Dr. Jung) y Marta Corbacho (Mujer Pájaro), con dirección musical del compositor y puesta en escena de David Amitín.

En esta ocasión, la dirección musical estuvo a cargo de Christian Baldini, que con plena firmeza supo sostener la tensión que predomina en esta partitura escrita en un lenguaje atonal, a su vez poblada por atmósferas y abundante riqueza tímbrica, sumado un manejo de las dinámicas que unido a los mencionados factores construye un clima de angustia y desazón que no da tregua, y que desde el vamos nos sumerge en esta peripecia que de manera cíclica y calculadamente caótica concluye tal como se inició: la voz de Elena, la mujer máquina, se propaga en medio de la soledad para atravesar la nada, la ciudad que ya no está, pero cada uno de nosotros es un receptor íntimamente sacudido por eso que es la no muerte y la no existencia en forma simultánea.

El excelente resultado se debe a una labor conjunta que se complementa magistralmente con la dirección escénica de Valentina Carrasco y equipo, que con una profunda concepción ofreció el más apropiado de los marcos visuales y no descuidó un solo detalle entre los tantos propuestos por un libreto poblado por personajes, algunos de los cuales están muy presentes, mientras que otros, a menudo de gran importancia, se muestran de manera episódica. La dirección de actores fue vivaz y precisa; en ningún momento se advirtió el más mínimo descuido. El significado del astronauta que desde el vamos y de manera reiterada recorre la escena, con su reminiscencia al Eternauta de Héctor G. Oesterheld, queda librado al criterio del espectador: muchas veces la respuesta no está afuera sino dentro de cada uno de nosotros.


Verónica Cano (Enfermera), Sebastián Sorarrain (Macedonio), Gustavo Gibert (Russo), Darío Leoncini (Ayudante), parte del elenco vocal de la ópera de Gandini y Piglia. Foto: Arnaldo Colombaroli - Gentileza Prensa TC

El elenco no tuvo fisuras. Entre los desempeños, de muy buenos en más, se destaca Sebastián Sorarrain (Macedonio), que por segunda vez en su carrera asume el personaje -la anterior fue en La Plata- y se muestra en una plenitud artística digna de sincero reconocimiento; Oriana Favaro (Elena), con esa ductilidad y ese sentido dramático de los que tantas veces ha dado pruebas, logró una honda compenetración con el drama desolador de su personaje; excelente el trabajo de Alejandro Spies (Junior) en su función de conductor de los sucesos con el apoyo de Andrés Cofré (Fuyita), al igual que Gustavo Gibert (Russo) en una parte tan breve como vital. En cuanto a los papeles episódicos señalo a Constanza Díaz Falú (Mujer Pájaro), cuya función es la de representar el destino de Elena y que, con sus reminiscencias al belcanto ottocentesco, asume la única parte de lucimiento vocal en un sentido convencional; y por último María Castillo de Lima (Lucia Joyce), con una destacadísima labor en calidad de protagonista del episodio que cierra el primer acto: entre los papeles “breves” fue la que más supo lucirse gracias a un personaje que permite lograr una composición de gran envergadura y, ya que estamos, de “alto voltaje”. Sumemos como dato que la Lucia real tenía el hábito de escribir y Carl G. Jung, al ser consultado por James Joyce, le dijo a raíz de la similitud entre la escritura de padre e hija: “pero ahí donde usted nada, ella se ahoga”, tal como recuerda Piglia en Formas Breves.

Por último, cabe expresar el deseo de que esta ópera regrese en un futuro cercano como parte de los ciclos de abono, por el simple motivo de que merece ser más conocida de lo que es. Y que el Teatro Colón se esfuerce y la haga recorrer el mundo: porque nos representa y porque estamos cien por ciento seguros de que La ciudad ausente no es una ópera más.

Claudio Ratier

Comentarios

Las más leídas

Lo cómico, en serio

Un Nabucco revisitado

Sobre todo, Puccini

Tres grandes voces para "Il trovatore"

Buenos Aires Ballet: novedades y reencuentro

Otro Elixir de muy buena calidad

Lo mismo, pero distinto

Una viuda casi alegre

El Barroco, primero

La chispa del otro Leonardo