El arte de programar

Orquesta Estable del Teatro Colón. Director: Julián Kuerti. Programa: Concierto para violín y orquesta en Re menor, de Aram Jachaturián. Solista: Freddy Varela Montero, violín. Sinfonía No. 5 en Re menor, Op. 47, de Dmitri Shostakovich. Teatro Colón. Función del 15/3/2024.


Freddy Varela Montero y Julian Kuerti asumiendo la retórica de una obra virtuosa: el Concierto para violín de Jachaturián. Foto: Arnaldo Colombaroli.

El segundo concierto del ciclo de la Orquesta Estable del Teatro Colón en su sala principal presentó en el podio al maestro Julian Kuerti. Hijo del pianista Anton Kuerti –nacido en Viena, pero nacionalizado canadiense- al director se lo conoció en el Colón al frente de la ópera Rusalka; también trabajó por un tiempo en Chile en el podio de la orquesta de Concepción, donde también se había desempeñado el maestro Freddy Varela Montero, quien actuó como solista en la función que se comenta.

Lo atractivo de este concierto resultó, en primer lugar, la coherencia de su programa. Programar es un oficio complejo que se ha ido descuidando por completo en nuestro medio musical. No es por cierto indispensable que las obras que integran un programa respondan a una misma estética, mucho menos a una misma época, pero sí que planteen, aunque sea implícitamente, algún diálogo entre ellas, que su convivencia despierte una manera de apreciar esas obras diferente de la que propondrían en una escucha aislada. Lo interesante en esta ocasión fue que se ofrecieran partituras de dos compositores casi exactamente contemporáneos –Aram Jachaturián (1903-1978) y Dmitri Shostakovich (1906-1975), ambos formados en la Unión Soviética del realismo socialista, aunque oriundos de diversas regiones de esa vasta federación (basta con comparar las desinencias de sus apellidos) y con trayectorias vitales e idiosincrasias diferentes, por cierto bastante audibles en las obras que se abordaron. El desembozado optimismo del autor de Gayaneh, realzado por sus préstamos del folklore de su país, complementa los amargos y tensionantes gestos retóricos de su colega pertersburgués, enmascarados a menudo en la ironía o la vacua fanfarria triunfal.

Escrito en 1940, el Concierto para violín de Jachaturián no ha sido frecuentemente interpretado en nuestro medio. La interpretación local más lejana de la que tenemos registro –presumiblemente primera audición- tuvo lugar el 30 de diciembre de 1952 en el Teatro San Martín; el solista fue Humberto Carfi acompañado por la Filarmónica de Buenos Aires, entonces Sinfónica de la Ciudad, dirigida por Roberto Locatelli. El mismo solista repitió la obra en una función popular en el Anfiteatro de Parque Centenario en 1959.

Así y todo, ha sido una partitura exitosa no sólo porque la estrenó su dedicatario, el gran David Oistraj (su grabación con dirección del mismo Jachaturián es de una musicalidad envidiable), sino porque grandes violinistas la han llevado por el mundo, desde Itzhak Perlman hasta Gil Shaham, y porque se han realizado arreglos para otros instrumentos, especialmente el de Rampal para flauta.

Se trata de un concierto de desafiante virtuosismo a lo largo de sus 35 minutos de duración. Freddy Varela Montero asumió el reto con pasmosa seguridad y vibrante energía, en el marco de una orquesta llevada con mano igualmente segura por Julian Kuerti. La obra irrumpe con demasiado despliegue desde un comienzo, cayendo por momentos en la desmesura y saltándose la inevitable necesidad de calentamiento de músicos y público por igual; acaso por eso se fue apreciando emocionalmente más a partir del Andante sostenuto, cuyo tema recuerda a la Danza de las gaditanas de Espartaco, y en el Allegro vivace final, cuyo perfume folklórico termina siendo universal, como siempre sucede.

Ovacionado, el maestro Varela no ofreció bises y la sorprendente explicación se advirtió tras el intervalo, cuando pasó a ocupar su silla de concertino en la segunda parte del concierto (vale aclarar que cuando un músico actúa como solista está exceptuado luego de tocar en la orquesta; enorme el mérito de Varela de ponerse su saco negro sobre la camisa blanca con la que tocó el Jachaturián para seguir adelante con la función).

No se justifica ahondar en los méritos de la Quinta Sinfonía de Shostakovich, una obra maestra por donde se la analice, en particular por ese discurso sonoro que permanentemente rehúye cualquier marbete expresivo. Bastaría mencionar un par de momentos que son cumbre del sinfonismo universal: la angustiosa reaparición del tema inicial tras la sección intermedia con fanfarrias del primer movimiento, que propone un juego con el tiempo y la simultaneidad al subrayar la latencia de un conflicto que sigue su curso aunque no se lo escuche; también las evocaciones mahlerianas de los movimientos centrales, en especial por el tratamiento de los vientos. En lo personal atesoro en la memoria dos interpretaciones de esta obra en el Colón: Mariss Jansons con la Orquesta de la Radio de Baviera en 2014; y mucho antes, Stefan Lano con la Filarmónica de Buenos Aires en una sala casi despoblada. En esta ocasión, Julian Kuerti y la Orquesta Estable del Teatro Colón abordaron la obra con pulcro rendimiento; el director demostró un conocimiento cabal de la partitura que encaró con gesto enérgico y comprometido y las diversas secciones respondieron a la misma altura (el programa omitió mencionar el aporte de Iván Rutkauskas en piano y celesta). Más allá de algunos desajustes en los metales, y cierta morosidad excesiva en el Moderato inicial, la sinfonía fluyó con buen paso hacia el equívoco triunfo que cohonesta su rutilante final.

Daniel Varacalli Costas

 

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