Un drama sobre la desesperación
El cónsul, de Gian Carlo Menotti. Dirección musical: Marcelo Ayub. Dirección de escena: Rubén Szuchmacher. Escenografía y vestuario: Jorge Ferrari. Iluminación: Gonzalo Córdova. Coreografía: Marina Svartzman. Reparto: Sebastián Angulegui, Carla Filipcic-Holm, Virginia Correa Dupuy, Héctor Guedes, Adriana Mastrángelo, Alejandro Spies, Marisú Pavón, Marina Silva, Rocío Arbizu, Pablo Urban, Sebastián Sorarrain. Teatro Colón. Función del 6/8/2024.
Para
entender el drama de Gian Carlo Menotti, compositor italiano que completó su
formación en los Estados Unidos y desarrolló su carrera principalmente en ese
país, es imperioso situarnos en un momento histórico de nuestro pasado siglo
XX. Plena Guerra Fría, concretamente el período abarcado entre 1947 y 1957,
cuando Joseph McCarthy se desempeñó como senador por el estado de Wisconsin. Se
definió lo que comúnmente se denomina la “era del macartismo”, signada por una
desenfrenada cacería de brujas bajo el impulso de este individuo obsesionado
con una inminente infiltración soviética. Por el cine sabemos que apuntó contra
la colonia artística de Hollywood -la recurrente escena de la comparecencia de sospechosos
ante el Comité de Actividades Antiamericanas ha quedado en la retina de los
espectadores-, pero en realidad fue mucho más allá, pues el senador McCarthy,
también dado al alcoholismo y la mitomanía, vio infiltrados comunistas en
funcionarios del gobierno y altos oficiales del Pentágono. Mientras duró en su cargo
se vivió un verdadero estado de paranoia por el cual muchos fueron acusados de
conspirar contra el estilo de vida norteamericano. Esto afectó a los inmigrantes
de Europa oriental, por ser potenciales espías soviéticos según la mirada del
senador y sus acólitos. Tal fue el caso de una mujer polaca de nombre Sophia
Feldy, que en su huida de aquella parte del mundo bajo la hegemonía stalinista,
por negársele la entrada a los Estados Unidos se ahorcó en una habitación del
hotel para extranjeros de la isla Ellis. Esto sucedió en 1947 y disparó en
Menotti la idea de componer, en sus propias palabras, un “drama sobre la
desesperación humana".
Nacido
en la región de Lombardía, Gian Carlo Menotti demostró su talento de manera
precoz. Fue autor tanto de la música como de los libretos de sus numerosas
óperas, entre las cuales El cónsul ocupa el primer puesto. Su lenguaje
musical es tonal, de fina y elaborada factura en la instrumentación y un
melodismo de clara herencia pucciniana. Estilísticamente se mantiene alejado de
las vanguardias de su tiempo y, aun así, se reconoce en su música una
modernidad que no le impide incluir una forma tradicional como el aria. En El
cónsul, donde predominan los conjuntos y lo que definimos como una
conversación musical entre los personajes, lo más famoso es la célebre aria “Papers,
papers!”, en la voz de Magda Sorel. Es verdad que el compositor recurre a lugares
comunes, a golpes bajos que sí o sí conmocionan al espectador; las peores cosas
que se plantean a lo largo de la trama nunca dejarán de suceder a los
desgraciados personajes, y la clave del éxito está en su habilidad magistral
para combinar todos estos elementos, tal como corresponde a un potente hombre
de teatro. Menotti siempre nos coloca de su lado.
En
el Teatro Colón, El cónsul cuenta con el fuerte antecedente de la puesta
a cargo del propio compositor (1999). La protagonista vive el kafkiano infierno
de la burocracia y la incomprensión (elípticamente sabemos que todo transcurre
en un país de Europa oriental y que el consulado es el de los Estados Unidos), y
se transmite un mensaje que no pierde vigencia en el mundo actual, donde miles
de personas que intentan abandonar sus países sufren adversidades sin tregua,
mientras que en ciertas naciones se da el avance de ideologías políticas
signadas por la xenofobia y el racismo.
Esta
versión
En
cuanto a lo presenciado anoche, se destacó en primer lugar el desempeño de
Marcelo Ayub, un maestro que gracias a su versión suma un logro a su carrera como
director, iniciada en años recientes. Se mostró claro y dinámico, preciso en
los momentos concertantes y buen traductor de los numerosos recursos ofrecidos
por la colorida partitura, con el apoyo de una orquesta que una vez más
demuestra su alta calidad. Supo lograr un muy buen equilibrio entre los
momentos más tensos y los más relajados, los de más expansión y los más
íntimos.
Para
su versión de esta obra de atmósfera opresiva y desesperante, Rubén Szuchmacher
contó con colaboradores que supieron construir un marco visual poderoso y en
perfecta sintonía con el relato: Jorge Ferrari en la escenografía y el
vestuario, y Gonzalo Córdova en el que acaso sea uno de sus mejores trabajos
como diseñador de iluminación. No hay que dejar de mencionar el aporte de la
coreógrafa Marina Svartzman, que se destacó en dos de las escenas de conjunto:
la de la hipnosis de los personajes que esperan en el consulado, el momento
final con la muerte de Magda Sorel.
En
cuanto al elenco de solistas todo marchó de la mejor manera, por la simple
razón de que los papeles, desde los omnipresentes comprimarios -cada uno con su
peso propio dentro de la historia- hasta los protagonistas, fueron elegidos con
acertado criterio. Esos comprimarios que definimos como “de conjunto”, partes extensas
exigidas en lo musical y en lo dramático, tuvieron en Marisú Pavón (Mujer
Extranjera), Marina Silva (Anna Gómez), Rocío Arbizu (Vera Boronel), Pablo
Urban (Nika Magadoff, de notable lucimiento en su escena) y Alejandro Spies (Mr.
Kofner) intérpretes de lujo. Lo mismo Sebastián Sorarrain, que supo explotar
las posibilidades de su breve personaje (Assan). Esto confirma que en la ópera
no hay partes “menores” y que todo, hasta la participación más breve,
contribuye a la calidad del resultado final.
En
cuanto a las partes principales Sebastián Angulegui demostró estar a la altura de
la densidad del papel de John Sorel, gracias a haber entrado en un momento de
madurez artística fruto de la seriedad, el sincero compromiso y la superación.
Héctor Guedes fue uno de los sólidos pilares de esta producción, que tanto en
lo musical como en lo actoral imprimió todo lo necesario para resolver uno de
los papeles más importantes de la ópera, que es el siniestro y lamentablemente
tan real Agente de la Policía Secreta. La Secretaria, ese personaje frío y
deteriorado por el régimen burocrático consular, que a lo largo de los tres
actos traza un arco que va desde la dureza hasta la empatía, fue asumida por
Adriana Mastrángelo. Su trabajo fue excelente tanto en lo vocal como en lo
dramático y demostró una vez más ser uno de los más seguros y eficaces
elementos con que cuenta el Teatro Colón, al momento de asignar partes de alto
compromiso.
Claudio Ratier
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