Salomé: regreso triunfal
Salomé, de Richard Strauss. Dirección musical: Philippe Auguin. Dirección de escena: Bárbara Lluch. Escenografía: Daniel Bianco. Iluminación: Albert Faura. Vestuario: Clara Peluffo. Coreografía: Marcè Grané. Reparto: Carla Filipcic Holm, José Ansaldi, Adriana Mastrangelo, Hernán Iturralde, Darío Leoncini, Ericka Cussy, Santiago Martínez, Pablo Urban, Iván Maier, Andrés Cofré, Iván García, Sergio Wamba, Marcelo Monzani, Agustín Albornoz, Claudio Rotella, Walter Schwarz, Mariana Carnovali. Orquesta Estable del Teatro Colón. Teatro Colón. Función el 29/10/2025.
Luego de 26 años de ausencia, regresó Salomé al escenario del Colón. Un hiato previsible –y que será cada vez mayor- en la medida en que la sala de la calle Libertad programe temporadas de escasas óperas y relegue además a aquellas que solo pueden hacerse con sus recursos, como lo son los largamente ausentes títulos wagnerianos y straussianos. Aun así, es una satisfacción que la macabra historia bíblica basada en Oscar Wilde y musicalizada por Richard Strauss pueda apreciarse otra vez en Buenos Aires en una propuesta –desde ya lo anticipamos- de muy alta calidad.
Esta reseña cubre el elenco alternativo al del día del estreno, que alcanzó en líneas generales un nivel comparable con aquel. La mayor atención, naturalmente, estuvo puesta en el difícil protagónico que estrenó aquí Carla Filipcic Holm. A partir de un comienzo cauteloso, Filipcic, con una voz que se fue oscureciendo con el tiempo, asentada en la parte baja y media de su registro, fue componiendo un personaje que manejó con suma inteligencia hasta alcanzar en la extensa escena final un nivel de comunicatividad dramática contundente.
El
resto del elenco se destacó por un homogéneo nivel de calidad, comenzando por el
Jochanaan de Hernán Iturralde, con su voz siempre afinada, potente y plena de
matices, a lo que se suma su excelente dicción en alemán. La pareja de Herodes,
encarnado por el chileno José Ansaldi (en el programa impreso figura solo Norbert Ernst; tampoco fue anunciado en off) y Herodías, por Adriana Mastrangelo, se sacó
chispas, en una verdadera lección de canto y actuación, poniendo sobre las tablas
la dimensión de un vínculo perverso construida con la voz, como corresponde en
la ópera. Muy audible y templado el Narraboth de Darío Leoncini, y
extraordinarios los cinco judíos de Martínez, Urban, Maier, Cofré y García, en
lo que fue uno de los momentos más logrados desde lo teatral. Las discusiones religiosas
de los personajes fueron uno de los momentos más auténticos de la producción,
con marcaciones que se continuaron simpáticamente hasta el momento de los
saludos.
A propósito de la puesta, cabe distinguir aquí el dispositivo escenográfico de la concepción escénica. En cuanto al primero, se trató de un planteo eficaz y probado, que remite a las propuestas de los años 60 que traían al Colón régisseurs como Ernst Poettgen, entre otros, y que han llegado hasta nosotros por fotos y múltiples referencias. Formas puras, en este caso un espiral o “ciclorama”, que define la boca de la cisterna y luego con un giro del escenario permite a los personajes descender hacia ella. Como dato curioso, se advierte que la oscuridad a la que está confinado el Bautista no se condice con la iluminación de los rostros que se asoman a ella. Un detalle que es solo muestra de alguna de las inconsistencias de una producción que en lo teatral tuvo momentos brillantes, como los citados pleitos de los hebreos, la escena final de Salomé y la interacción de Herodes y Herodías, con otros francamente decepcionantes, como la Danza de los siete velos, que la protagonista cede primero a una niña y luego a un personaje simbólico poco sensual y gazmoñamente cubierto hasta el final. La pureza de la escenografía, domeñada por una luna ubicua y plana, se contamina al final con la aparición de una mano gigante que desciende sobre los personajes, un recurso muchas veces visto, desproporcionado –se entiende lo que desea expresar- poco estético y semióticamente inocuo. La trasposición temporal, sin un anclaje preciso en una época histórica (aunque el vestuario parece remitir a los años '20), no restó nada a la apreciación de la obra; como suele suceder en otros casos en que la historicidad queda de lado, este nivel de abstracción tampoco suma en particular, salvo en lo que hace a repensar la universalidad de la trama. Al menos para quien firma, le permitió interpretar el insólito –y hasta hilarante- suicidio de Narraboth como una metáfora del fin de la Antigüedad clásica, desarmada por el binomio culpa/perversión que instalaron con eficacia hasta el día de hoy los creadores del “deseo”: los cristianos.
Digresiones
aparte, uno de los puntos más altos de esta producción de Salomé fue el trabajo musical llevado a cabo por Phlippe Auguin. El
director francés logró una lectura comprometida y minuciosa, haciendo sonar a
la Orquesta Estable con un nivel de transparencia y balance con el palco escénico
encomiable para una partitura de tamaña complejidad.
En
el balance, esta Salomé alcanzó un
nivel digno del historial del Colón, demostrando que son este tipo de obras a
las que el Teatro merece apostar para aprovechar todos sus recursos y potencialidades.
Daniel Varacalli
Costas
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