Una Traviata que apostó a lo seguro
La traviata. Ópera en tres actos de Giuseppe Verdi. Dirección musical: Renato Palumbo. Dirección de escena: Emilio Sagi. Escenografía: Daniel Bianco. Vestuario: Renata Schussheim. Iluminación: Eduardo Bravo. Reparto: Hrachuhi Bassenz, Liparit Avetisyan, Vladimir Stoyanov, María Luis Merino Ronda, María Eugenia Caretti, Santiago Martínez, Gustavo Gibert, Cristian Maldonado, Christian Peregrino, Ariel Casalis, Mariano Crosio, Lean Sosa. Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón. Director: Miguel Martínez. Teatro Colón. Función del 20/11/2025.
Con
La Traviata, el Teatro Colón concluye
una temporada lírica de siete títulos, de los cuales cuatro han sido de autores
italianos (uno en versión de concierto) y de eso cuatro, dos de los más
transitados de Verdi. Se trató de una apuesta a lo seguro –con un importante estreno,
el de Billy Budd, que brilla como
excepción- en una tendencia que es mundial por la búsqueda de nuevos públicos,
aunque en otras salas de la entidad del Colón, en el marco de temporadas mucho
más nutridas y variadas.
La Traviata y Aida ocupan el segundo y el tercer lugar en el ranking de las óperas más representadas en el Teatro Colón, y ésas
son precisamente las que abrieron y están cerrando esta stagione. En cualquier caso, con un triple elenco, esta Traviata posibilita la apreciación de
cantantes no oídos con anterioridad en los protagónicos.
De
origen armenio ambos, la pareja de Violetta y Alfredo fue encarada por Hrachuhi
Bassenz y Liparit Avetisyan, que demostraron profesionalismo sin especial
destaque artístico. Bassenz careció del brillo y la agilidad que habitualmente
se asocian a una Violetta, aunque, al margen de algunas afinaciones inestables,
su canto fue correcto y en el último acto alcanzó un lirismo notable. Avetisyan
cuenta en su favor la escasez de tenores que puedan afrontar el papel con
gallardía, como él hizo, superando incluso una dicción del italiano bastante limitada.
La gran voz del elenco fue sin duda la de Vladimir Stoyanov: su Germont alcanzó
una categoría superlativa, gracias a una voz bien timbrada, entera y potente y a
una expresividad canora que profundiza en las honduras no siempre amables de su
papel. El resto del elenco funcionó acertadamente, con un interesante relieve
que desde lo actoral Santiago Martínez supo dar al personaje de Gastón. El Coro
Estable, bajo la guía de Miguel Martínez, alcanzó como es habitual un desempeño
excelente.
En
el podio se ubicó el maestro Renato Palumbo, cuya experiencia se hizo oír a
partir de los resultados logrados con la Orquesta Estable, su capacidad de expresar
matices y en particular, de acompañar a los cantantes con tempi razonables sin que fueran necesariamente morosos. Cierta
presencia de la tradición se impuso aquí, al margen de historicismos innecesarios, aunque sin por
eso dejar de abrir los cortes de interés, como el de la cabaletta de la Romanza de Germont, en tantas ocasiones omitida.
La
puesta en escena, firmada por Emilio Sagi, pareció ir en sintonía con este marco
de eficacia general. Encuadrada en una escenografía funcional (asignada al
argentino residente en España Daniel Blanco, que curiosamente también firmó la precedente
de Salomé), la atmósfera de Sagi propone
(al igual que en la Salomé de Lluch)
lo que podríamos denominar una actualización tan clara como inocua, que no
molesta ni aporta. Conviene no reparar en las opiniones que entornaron la régie, como la que atribuye a La traviata un sesgo feminista, o la que
pretende que su mensaje moral esté vigente, expresiones que carecen de todo
asidero. El desafío de montar La traviata,
como producto solitario en la producción verdiana que apuesta a un realismo de
su época al margen de toda épica histórica o social, es precisamente dejar
fluir sus méritos musicales pese a mostrar un sistema de valores perimido, que
el propio Verdi no compartía aunque se viera forzado a mostrar porque vivía de
la ópera. En ese sentido, la puesta de Sagi poco agrega desde lo dramático a
los valores de la música. Algunos detalles: en el tercer acto, llamó la
atención la enardecida marcación a Alfredo al arrojar billetes enormes a
Violetta, como la previa ausencia de un ballet; el tercer acto, por su parte,
centrado en un enorme –y muy riesgoso- espejo, fue de lo más logrado de toda la
producción, junto con la hermosa escenografía de la primera parte del segundo acto
y sus interacciones dramáticas. La iluminación de Eduardo Bravo aportó los
contrastes necesarios, con una tendencia a lo brillante y lo plano, mientras el
vestuario de Renata Schussheim recorrió paletas del rojo, acaso demasiado
cercanas, además de negro y blanco.
En el balance, dejando de lado lo señalado respecto de la necesidad de su programación, los acotados aportes de la producción y la corrección del elenco vocal, esta producción de La Traviata fue un buen espectáculo que, más que complacer a los habitués, podría ser una buena iniciación para que nuevos públicos se sumen a las próximas temporadas de ópera del Teatro Colón. En tal caso, su misión estaría más que cumplida.
Daniel Varacalli Costas
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